FINJAMOS QUE ME AMAS: PRIMEROS CAPÍTULOS GRATIS

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¿Qué probabilidades había?

Llevo dos años enamorada de mi jefe, Enzo Bassi. Lo sé, es horrible, porque:

A) Él es un asno.

B) No se daría cuenta de que soy una mujer ni aunque le mandara un selfie guarro.

Siempre me llama señorita Jones o, simplemente, Jones.

Lo cual hace que me sienta como Bridget Jones, si bien yo me llamo Lottie.

Neah, no tiene nada que ver.

Solo vivo en la misma ciudad que ella y, para colmo de la estupidez, me he pillado por el ser más inalcanzable de todo Londres que, por si fuera poco, es mi jefe y… 

Mier-da. ¡Sí que soy como Bridget Jones!

Y él debe de ser mi Daniel Cleaver, irresistible, fuera de mi alcance, estúpidamente guapo, que no encantador, como el jefe de Bridget, sino más bien de personalidad borde y mandona, imposible, como Edward Grey, el de la película Secretary.

Estoy a un paso de que me haga doblarme sobre su escritorio, me obligue a leer en voz alta algún e-mail que redacté para él y me azote cada vez que encuentre algún fallo ortográfico.

Grrrr.

Admito que la escena estaría bien si tuviera alguna connotación sexual.

Por desgracia, el señor Bassi solo me azotaría porque es un capullo sádico obsesionado con la perfección laboral. En serio. No tiene ningún interés amoroso hacia mi persona. Nunca, jamás de los jamases, se fijaría en mí.

Y eso solo hace que lo desee todavía más.

Mis amigos han dedicado horas enteras al estudio.

¿Por qué Enzo Bassi fascina tanto a nuestra pequeña Lottie?

Las mentes más sesudas del siglo XXI serían incapaces de hallar la respuesta. Yo creo que es genético. ¿Por qué te gusta el queso? ¿O el chocolate? ¿O esa serie de Netflix que todos describen como tediosa?

¿Qué determina que nos guste una cosa u otra? Para mí que tiene algo que ver con el ADN. Hoy en día todo tiene algo que ver con el ADN. O con los microchips. Uy, los microchips.

Pero esa ya es otra historia.  

—Es bueno en la cama —resuelve mi amiga Shannon el misterio. La llamaron Shannon por la ciudad irlandesa en la que nació.

La verdad es que Shannon parece muy irlandesa. Piel blanca como la leche, pelo rubio, casi tirando a rojizo, ojos claros, facciones delicadas. Muy agradable de ver.

Aunque totalmente equivocada en sus afirmaciones.

—¡Y yo qué sé! Ni siquiera nos hemos dado la mano, mucho menos acostarnos.

—Pues ya estás tardando.

Traslado la mirada hacia Maisie, otra amiga, para ponerle mala cara. Ella nació en Escocia.

Mi vida es como un congreso del G20: una amiga irlandesa, una escocesa, he aquí a Stefan, mi mejor amigo polaco, y ¿qué se me escapa? Ah, sí, que estoy enamorada de un italiano. Es evidente que no creo en las fronteras del corazón.

—¡Como si fuera tan fácil! El señor Bassi no sabe ni que existo.

—¡Eres su asistente!

De acuerdo, Stefan tiene algo de razón al insinuar que soy un pelín exagerada.

En el sentido más literal del concepto, Enzo sabe que existo porque le llevo el café todas las mañanas y acato todas sus peticiones sin rechistar.

Lo que aún no sabe es que soy una mujer. A veces creo que me confunde con un ente. Soy su Siri con acento británico. ¿No es horrible?

—¿Hay algo peor que ser la asistente del tío que te obsesiona? ¿Verlo a diario, guapo e inaccesible, con su traje de marca y su camisa almidonada, ladrando órdenes a diestro y siniestro y, sobre todo, a ti, su leal e infatigable ayudante? Lo dudo. Tal vez encerrarse voluntariamente en un convento de clausura pueda equiparársele.

—Estás siendo dramática otra vez —indica Shannon, aburrida.

—¿Dramática? ¿Acaso sabes tú lo que sentía la pobre Holly Golightly cada vez que se paraba delante del escaparate de Tiffany’s? ¿O Pepper Potts cuando Iron Man pasaba de su culo? Es duro. Muy duro. ¡No estoy siendo dramática!

Le pido a Tom otra pinta, y luego me acodo sobre la mesa llena de arañazos y me deshago en un suspiro trágico.

Vale, estoy siendo dramática. Menos mal que tengo a mis amigos para que me arropen con su… ¿calidez?

Los jueves, la panda y yo nos reunimos en nuestro pub favorito para ponernos al día.

Los únicos cuatro miembros de la panda que aún vivimos en Londres, quiero decir, porque después de los treinta, no solo pierdes neuronas, también se van los amigos. Unos, porque se han casado y buscan sitios con cero emisiones de CO2 para criar a su progenie. Otros, porque han triunfado y sus jefes los han mandado a dirigir la filial de Qatar. Algunos vuelven a sus países de origen. Y con dos o tres ya no te hablas porque las personas cambian.

ODIO los cambios. El bienestar reside en los rituales. Este lugar, por ejemplo, no ha cambiado nada desde que lo descubrimos, en el primer año de universidad, y me encanta; me encanta porque siempre está vacío. Creo que es el único pub de Londres en el que aún se puede charlar con tranquilidad.   

—Vosotros no lo entendéis —retomo el tema después de beber un poco de cerveza—. No puedo evitarlo. Enzo Bassi tiene ese rollo de protagonista de novela contemporánea, ya sabéis, alto, bien parecido, emocionalmente distante, un pelo impresionante teniendo en cuenta que se acerca cada vez más deprisa a los confines de la treintena… Ay. ¡¿Por qué no me encuentra atractiva?! Es tan injusto…

—¿Cómo sabes que no te encuentra atractiva?

—¡Pues porque nunca me mira, Stefan! Debo de parecerle un decorado de oficina. El ficus, Lottie… No ve ninguna diferencia.

—Cariño, tú no eres un decorado de oficina —me regaña Maisie con su habitual tonito condescendiente—. Solo… vas un poco desastrada.

—¿Desastrada?

—A ver, si llevaras lentillas en vez de gafas…

—Entonces tendría los ojos tan rojos que parecería una rata de laboratorio enganchada a los tranquilizantes —rechazo de inmediato la sugerencia de Stefan—. No, gracias.

—¡Olvida las gafas! —ordena Shannon, siempre muy segura de sí misma y de todas sus afirmaciones. Es agente inmobiliaria de alto standing, al fin y al cabo—. El problema es el pelo.

—¿Mi pelo? —repongo, toqueteándomelo confusa. A ver, es marrón y sin ninguna gracia, pero los he visto peores. Además, yo siempre le pongo lacitos de colores chillones, clips de Hello Kitty

—¿Por qué lo llevas siempre tan encrespado?

Pues vaya pregunta, Shannon.

—Vivo en Londres.

—No es una excusa. Y tu ropa…

—Oh, sí, la ropa —aquí coinciden todos.

—¿Qué pasa con mi ropa? —repongo, tan escandalizada que me echo hacia atrás en mi asiento para poder escrutar sus rostros de uno en uno en busca de una respuesta razonable. 

—¿Tiene que ser siempre tan colorida?

Le dedico un gesto huraño a Maisie. Soy muy buena frunciendo las cejas. Lo aprendí de Enzo. A él le sale de maravilla la expresión de no me toques los cojones. Yo solo soy una humilde aprendiz.

—Me gustan los colores. Vivimos en una ciudad gris. ¿Qué tienen de malo los colores?

—Nada, si una sabe cómo combinarlos.

—¡Shannon!

La fustigo con la mirada.

—¿Qué? Yo solo recalco lo evidente. Si quieres que tu jefe te empotre contra la fotocopiadora, tendrás que hacer algunos ajustes de vestuario.

—Como vuelvas a emplear el verbo empotrar, haré algunos ajustes de amigos —aseguro, muy digna. 

—Lottie quiere que la empotren, Lottie quiere que la empotren —canturrea solo para cabrearme.

—¡Deja de decir eso! —me pico como una niña pequeña.

Estoy a un paso de llamar a mi mamá. ¡Shannon mala!

—Ay, Lottie. Si te ruborizas solo de pensarlo, ¿qué harás cuando ocurra?

—Nada. ¡Porque no va a ocurrir nunca! Según la Nasa, la probabilidad de que nos caiga un meteorito encima es de una entre doscientas cincuenta mil.

—Ya estamos con las probabilidades —refunfuña Stefan, hastiado.

Sé que me llama Miss Estadísticas a mis espaldas, pero que te empeñes en conocer las cifras de los acontecimientos que podrían o no ocurrir no tiene nada de malo. A mí me gusta estar informada.

—¿Sabíais que la probabilidad de encontrar a vuestra media naranja es de una en cada diez mil vidas? Deprimente, ¿verdad?

—Pero ¿qué tiene eso que ver con Enzo Bassi? —se impacienta mi agitado amigo.

—Qué tiene que ver, qué tiene que ver. ¡Si no dejaras de interrumpirme todo el rato, lo sabrías! Adonde quiero ir a parar es a que la probabilidad de que Lottie Jones y Enzo Bassi hagan el amor alguna vez es NU-LA.

—A ver, Charlotte —Maisie sabe que odio que me llamen Charlotte, pero le da igual—. Tampoco es imposible. Imagina que os encontráis por ahí, en algún pub de la ciudad. Este, por ejemplo. Los dos habéis bebido de más y…

Me veo obligada a intervenir.

—Dado que solo el cero coma siete por ciento de la población mundial se encuentra a la vez ebria, la probabilidad de tropezar en este pub estando los dos borrachos es casi nula. 

—Será mejor que te compres un vibrador —zanja Shannon que, después de acabarse la pinta, deposita el vaso sobre la mesa con un golpe seco y me enfrenta con su expresión más hosca—. Confía en mí, cielo, nadie te pondrá un dedo encima como sigas hablando de probabilidades. ¡Tom! ¡Cerveza! ¡No aguanto más esta realidad!

Compongo mi sonrisa más cáustica.

—¿Y qué es de tu vida amorosa? —la pincho con dulzura. 

Me pone mala cara, pero sé que se muere por contárnoslo todo. Es la única soltera mayor de treinta de mi círculo de amistades que está satisfecha con su estado civil. Me encantaría ser como Shannon.

A ver, que no es que yo esté obsesionada con casarme, fantasee con una declaración de amor estilo Love Actually o quiera ser como esa gata de internet que amamanta a cinco cachorros a la vez mientras el padre de los adorables retoños le amasa la espalda para relajarla y mimarla.

No estoy obsesionada con el matrimonio ni con… amamantar.

Yo solo fantaseo con Lorenzo Bassi.

Descamisado.

Acercándose a mí como en un anuncio de Dolce&Gabbana.

Separando sus perfectos labios para…

El chasquido de Shannon hace añicos mi fantasía.

—Tierra llamando a Lottie.

—¿Qué? —me sobresalto con un fuerte parpadeo. 

—Estabas babeando.

—¡No estaba babeando! —rebato, escandalizada, la afirmación de Maisie.

—Sí que estabas babeando —se une Stefan al complot—. ¿En qué estabas pensando?

—En nada…

Mis amigos intercambian una mirada cómplice y exclaman a la vez: ¡en Enzo Bassi!

Tengo que aguantar sus risas y sus mofas una vez más.

Sí, riámonos. Lottie está enamorada de su jefe el buenorro que no le hace ni caso. Ja ja ja. Me parto y me mondo. 

—Cariño, deberías tirártelo de una vez y luego pasar página.

—Debería hacer tantas cosas, Maisie… ¡Mierda! —exclamo de pronto, al caer en la cuenta de que realmente debería estar haciendo cosas ahora mismo—. ¡Tendría que haber recogido su esmoquin del tinte! ¡Ay, no! Tiene que asistir a una entrega de premios en… ¿Qué hora es? —Agarro como una desquiciada la muñeca de Stefan y compruebo su reloj—. ¡Jo-der! ¡En cuarenta y cinco minutos! ¡Va a matarme como no llegue a tiempo!

—Tranquila, Charlotte —me despide Shannon con un teatral gesto de la mano—. Ya pagamos nosotros la cuenta.

—¡Lo siento! ¡Os lo compensaré si sigo viva después de esta noche! ¡Puede que eso no ocurra! —grito a lo lejos.

*****

—Llega tarde —tiene la bondad de informarme el insufrible señor Bassi nada más abrirme la puerta de su mazmorra.

Como si yo no me hubiese dado cuenta ya de que llego tarde. Qué tío.

—Lo siento. Había tráfico —miento, con mi cara más convincente. Parezco buena y todo. La gente que lleva un enorme lazo amarillo en el pelo siempre parece buena. Sobre todo, si sabe sonreír como si lo tuviera todo bajo control. 

¿Tráfico? ¿A estas horas?

Sus ojos verdes, aparte de chispas de exasperación causadas por mi falta de profesionalidad, también destilan sospecha.

Ay, sus ojos…

Enzo es la clase de tío que sería capaz de dejarte preñada con una sola mirada. En serio. No me lo invento.

Mucho tráfico —aseguro con contundencia porque, como diría el odioso Goebbels, una mentira repetida mil veces se convierte en verdad. Cuando deje de mentir, me preocuparé por estar citando a Goebbels. Grrr. Qué grima.   

—¿Y por qué le huele el aliento a alcohol, señorita Jones?

Mierda. Me acaba de pillar. Esto me pasa por llegar aquí jadeando como un perro de caza.

—No es el aliento, señor. Es la blusa. Un capullo me tiró la cerveza encima.

—Eso es habitual en usted, interponerse en el camino de la gente —refunfuña antes de darme con la puerta en las narices.

Abro y cierro la boca como un pez que se está quedando sin oxígeno. ¿Insinúa acaso que la culpa fue mía? ¡Yo no me interpuse en su camino! Yo estaba ahí como cualquier otro ciudadano modélico, esperando mi apetecible Pumpkin Spice Latte, cuando aquel impresentable chocó contra mi blusa blanca y me la jodió enterita.

Para una vez que llevaba algo de color neutro.

Fui al baño para lavarme la mancha, pero no hice más que empeorarlo todo, así que salí corriendo de la cafetería (sin mi Pumpkin Spice Latte, por cierto), entré en la primera tienda que vi y me compré otra blusa, escandalosamente cara, porque estábamos en un barrio cojonudo.

Era mi primer día de trabajo. No necesitaba tanto ajetreo. ¡Ya estaba lo bastante alterada antes de que se cargaran mi impecable aspecto de chica que triunfa en la gran ciudad!

No tenía ninguna necesidad de andar arrancando las etiquetas de una blusa de doscientas libras en mitad de una tienda pija o de cambiarme de atuendo ahí mismo, para deleite de la gente que pasaba por delante del escaparate y podía verme perfectamente en sujetador.

(Ya no había tiempo para tragarse, encima, la cola de los probadores. ¿No es increíble que se formen colas en tiendas que venden blusas a doscientas libras cada una? ¿Adónde vamos a ir a parar?)

Y, por si fuera poco, nada más llegar a mi nuevo empleo, irrumpí en el despacho del jefe como una desquiciada y exclamé:

—¡Siento llegar tarde en mi primer día, señor! Un imbécil me tiró el café encima y tuve que cambiarme de ropa.

Y, cuando levanté la mirada del suelo, ¿a quién vi? Exacto. Al imbécil, tensando su esculpida mandíbula y fulminándome con los ojos verdes más increíbles que había visto en toda mi vida.

¿Qué probabilidades había? Calculo que una entre cien millones. No obstante, sucedió. Un milagro de la ciencia. La Madre Naturaleza haciendo de las suyas. La suerte o la mala suerte, a saber quién tuvo la culpa de la maldita colisión.

Una cosa me quedó clara: yo estaba jodida si aquel humano genéticamente modificado para alcanzar la perfección física iba a ser mi jefe. 

La puerta se abre tan de golpe que noto cómo se me agita el pelo alrededor de la cara. Me pongo firme otra vez, imitando a los soldados que hacen guardia en el palacio de Buckingham.

—Me dejo el esmoquin. —Enzo, el del presente, me arranca la percha de la mano. No me da tiempo a replicar. Vuelve a darme con la puerta en mis narices.

Ni gracias ni buenas noches.

Le dedico dos peinetas furiosas, que me salen del alma, y respiro hondo.

Diosssss. Qué fatiga de tío.

Echo la cabeza hacia atrás y de repente mis ojos azules ven la cámara que me enfoca. Oh, mierda. Espero que esto solo lo vea el portero.

Vengaaaa, hasta luegooo.

«Tú disimula, Lottie. Tú como si nada. La cabeza alta, ¿eh?»

Joder. Necesito otra pinta. O un Martini con vodka.

Sí, mejor un Martini con vodka. He tenido una semana muy larga y aún me queda el viernes.

Lottie Jones, ¡bien hecho!

Me gustan tanto las historias que me encantaría vivir dentro de una novela.

Eso sí, espero que tenga final feliz porque soy una romántica empedernida y no admito otra cosa que no sea un vivieron felices y comieron perdices.

¿Qué puedo decir? Me pierden los finales felices. Me gustan tanto que, si yo fuera James Cameron, hubiera hecho que Jack subiera a la puñetera tabla porque todos sabemos que había sitio para los dos.

Hum. A lo mejor debería reescribir las grandes tragedias literarias y darles el final que se merecen. Nunca había pensado en dedicarme a la reescritura, pero podría… ¡resucitar a Catherine Earnshaw!

Sí, ¡qué buena idea!

¿Y qué más haría?

Ah, ¡lo tengo! Agarrar a Anna por el corsé justo antes de caerse a las vías del tren. Ven aquí, insensata. Zas, zas. ¡Cómo se te ocurre! Anda que no habrá tíos en el imperio. Tira, anda, tira, si no quieres que te abofetee otra vez.

Si yo fuese escritora, haría que Troya le ganara la guerra a Esparta y de paso ejecutaba a Menelao por mal perdedor. ¿Qué? Soy un ser romántico, no gilipollas. Si le dejara libre, volvería con un ejército mucho más poderoso y se cepillaría a Paris por bribón roba-esposas. Todo el mundo lo sabe.

La repentina llegada de mi jefe pone fin al desarrollo de mis argumentos. Pego un salto de la silla, agarro el vaso de café para llevar que me encargo de comprar todas las mañanas en su cafetería favorita (aquella en la que nos conocimos accidentalmente) y corro tras él por el pasillo.

—Buenos días, señor Bassi. Su café.

Gruñendo malhumorado, me lo arranca de entre los dedos, le da un sorbo y me lo devuelve.

—Está frío.

«Capullo».

—Lo siento. Usted suele llegar media hora antes.

Frena en seco y me dedica tal mirada de basilisco que recito tres avemarías hacia mis adentros.

—¿Me está pegando la bronca por llegar tarde, señorita Jones?

—No, señor. Jamás se me ocurriría tal atrevimiento.

—Bien, porque no estoy de humor para despedirla esta mañana.

Qué majo.

—Estupendo, señor.

Juraría que él pilla estos sarcasmos, pero siempre hace oídos sordos. 

—Repasemos la agenda de hoy, ¿quiere?

—Por supuesto, señor. —A Grey, Christian o Edward, da igual a cuál de ellos, le encantaría verme tan sumisa: señor esto, señor aquello. Soy el sueño de todo amo prepotente—. A las nueve treinta, reunión con el departamento creativo. A las once, junta directiva. No se olvide de que hoy come en el club con…

—Alto, alto, alto. ¿Qué tengo entre la junta directiva y la hora de la comida?

Seguro que lo hace para pillarme desprevenida, el cabronazo.

Repaso de memoria su agenda.

—Nada.

—Bien. Pídame hora en la peluquería.

—No le toca corte de pelo hasta dentro de una semana, señor.

Es escalofriante todo lo que sé sobre este hombre.

Toma cinco cafés al día. Siete, si ha salido de fiesta la noche anterior.

Le encantan las camisas y los trajes de marca. El que lleva hoy ha costado cinco mil quinientas libras. Fui a recogérselo a la tienda y puede que ojeara un poco la factura.

Debe de tener al menos doscientas corbatas. Aún no le he visto repetir.

Usa condones extra finos (los guarda en el cajón superior de su escritorio) y masca chicles de nicotina cuando está estresado.

Le gusta el…

—Haga lo que le he pedido, Jones —interrumpe mi cháchara mental—. Y consígame un café que esté caliente, por el amor de Dios.

Doy media vuelta y lo imito como hago siempre que me saca de quicio.

«Y consígame un café que esté caliente, por el amor de Dios. Mimimimi». No puedo con este cabronazo.

—Ah, ¿y señorita Jones?

Mierda. Espero que no me haya visto menear la cabeza como esos muñecos que pone la gente en el salpicadero del coche. Siempre meneo la cabeza cuando le hago burla. También pongo cara de conejo, por algún motivo.

Me vuelvo hacia él con absoluta normalidad. Soy una profesional.

—¿Señor?

Felicitadme por mi aplomo y por lo bien que finjo. Aunque soy inglesa. No debería sorprenderos mi maestría a la hora de ocultar mis sentimientos. Cuando quiero, puedo ser tan inexpresiva como se esperaría del mayordomo de Downton Abbey

—No haga peinetas a mis espaldas.

¡Al cuerno la maestría! No podría parecer más pasmada ni aunque tuviera delante a Chris Evans desnudo, agitando la colita. ¡Se me ha desencajado la mandíbula por completo! Puede que me haga falta una ortodoncia después de esto.

—¿Qué?

—Si vuelve a hacerlo, la despediré.

Esta semana ya van dos amenazas de despido fulminante. Estoy que me salgo. Aunque es evidente que a quien tendrían que despedir es a ese portero chivato.

—Entendido, señor.

—Y no se olvide de mi café.

—Cómo olvidarlo.

Por supuesto que le dedico dos pasionales peinetas hacia mis adentros, antes de enfilar hacia la cocina.

Otra curiosidad más sobre mi infame superior: el primer café del día prefiere tomarlo de Starbucks. Los demás, se los preparo aquí, en una cafetera que ha hecho que nos trajeran desde Italia.

Una vez usé una de sus capsulas para saber por qué le gustan tanto y me pasé toda la noche con taquicardia, convencida de que no volvería a ver un amanecer.

Curiosamente, sobreviví.

*****

A las nueve y media y con tres chutes de cafeína en su torrente sanguíneo, Enzo preside la mesa de la sala de reuniones. Yo estoy sentada a su derecha, con mi portátil delante, lista para resumir la reunión en un documento que luego Enzo presentará a don Enrico Bassi, su abuelo y fundador del imperio mediático Bassi, para que nos dé su aprobación.

Hay quienes dicen que Enrico, el quinto hijo de una familia de campesinos de Nápoles, llegó a la cima con ayuda de la mafia. Otros, que vendió su alma como Fausto.

Si queréis saber mi opinión, creo que lo logró gracias a su ingenio, su ambición y su increíble inteligencia. Es la persona más lista que conozco. Con una mirada ya te ha calado, ya sabe qué esperar de ti. Es la auténtica definición de un hombre hecho a sí mismo.

Aunque da mucho miedito. Yo intento evitarlo siempre que puedo.

—¿Empezamos? —propone Enzo cuando ya se han sentado todos.

Dejo de mordisquear un boli fuscia y de observar atontada con qué elegancia se ajusta los puños de la camisa y me centro en mi labor. 

The Gentlemen es la revista masculina más popular de Inglaterra. Mi jefe es el director creativo. Hoy nos estamos reuniendo para decidir los temas que se abordarán en el número de diciembre.

Comienza Luke, de Nutrición. Siempre comienza Luke, de Nutrición. Enzo es un animal de costumbres. Tanto, que todos los días va al gimnasio a la misma hora.

Y no solo eso. Todas las semanas dedica siete horas exactas al entrenamiento físico. (Por lo visto, con una hora diaria basta para mantener en forma el cuerpazo y los abdominales que a veces se intuyen a través de sus camisas blancas, los días que va sin chaqueta)

«No empecemos, Lot».

Me pongo a teclear más deprisa para recuperar el ritmo. En las reuniones apunto solo el título de cada uno de los artículos y algunas palabras clave para recordar la idea en líneas generales. Luego le doy forma al documento, lo reviso y se lo entrego a Enzo.

—He entrevistado a un entrenador personal que me ha recomendado las diez mejores barritas de proteínas del país. Creo que…

Mi jefe no parece impresionado.

—Repetitivo —interrumpe a Luke, que vuelve a sentarse, azorado—. Ya hay sobre la mesa un artículo llamado dietas para ganar masa muscular. ¿También vamos a publicar uno sobre barritas de proteínas que te hacen ganar masa muscular? ¿Es que en Nutrición no se os ocurre nada mejor?

Luke parece estar en un aprieto. Es evidente que todas las ideas que ha preparado incluyen masa muscular en el título. Es indignante. Estamos creando una generación de ciborgs musculados llenos de esteroides. ¡No me extraña que la mayoría de mis amigas sigan solteras! ¿Quién querría salir con un narcisista de manual?

—El otro día leí algo sobre alimentos que propician erecciones fuertes —comento sin venir a cuento, porque mi trabajo aquí no consiste en aportar ideas al equipo creativo. Tampoco me he propuesto destacar para ganarme ningún ascenso. De hecho, es que no tengo ningún interés en convertirme en columnista de una revista de tíos obsesionados con la masturbación compulsiva y con ganar masa muscular. Lo que pasa es que a veces mi boca y mi cerebro se niegan a cooperar. Son departamentos independientes cuyos responsables no se llevan demasiado bien—. Lo… lo siento. No pretendía interrumpir.

—No, deme más detalles, Jones. Me interesa el tema.

Arqueo las cejas. Creo que es la primera vez en estos dos años que he captado por completo la atención de mi jefe. Se ha vuelto con la silla y me observa como si por fin se hubiera dado cuenta de que existo, soy una persona, no un ente invisible que le entrega el café y satisface todos sus requerimientos.

Y no es solo que sepa que existo. Esto es… ¡la le-che!

No pretendo sonar como una desequilibrada ni admitir que estoy para que me ingresen, pero sus ojos penetran los cristales ligeramente empañados de mis gafas con tanta intensidad que me siento como si estuviéramos haciendo el amor a nivel metafísico. «Oh, sí…»

—¿Cuáles son esos alimentos?

¿Qué?

Ah, los alimentos.

«Céntrate, Jones».

Carraspeo antes de hablar. Tengo que desprenderme de la lascivia. Hablar sobre erecciones fuertes con el tío que te obsesiona es duro. Muy duro. Casi tan duro como esperarías que…

¡Se acabó!

Reiniciar sistema.

Actualizando datos.

No apague el ordenador.

Mejor. Apague el ordenador y vuelva a encenderlo. ¡Vamos, deprisa, joder!

—Pues… las fresas, el chocolate, el pescado azul…

Gracias a Dios. Mi ingenio me salva una vez más.  

—¿Por qué no estáis tomando notas? —les ruje a los demás, sin retirar los ojos de los míos—. Quiero un artículo detallado sobre el papel de la alimentación en nuestro rendimiento sexual.

Hala. Y ha sido todo idea mía. Me siento como una triunfadora.

—¿Lo incluimos en Nutrición o en Sexo y Relaciones? —pregunta alguien, no sé quién, porque he caído presa de la mirada de Enzo y para mí el mundo se resume solo a nuestro inquebrantable contacto visual.

Oh, my love, my darling…

¿No lo oís?

—¿Señorita Jones? —me pregunta con una ceja en alto.

Unchained Melody deja de sonar de golpe en mi cabeza, como si se hubiera rayado el disco, y vuelvo al mundo real, donde todos me observan y no creo que se deba a que soy la única mujer de esta reunión o que haya combinado una blusa de volantes amarilla con una falda de tubo de color turquesa y unos pendientes de plástico de un llamativo rosa fucsia que compré en las rebajas de Amazon.

Lo hacen porque es la primera vez en la historia que el gran Enzo Bassi le pide la opinión a alguien.

—En Nutrición —respondo, acalorada; la blusa me agobia, la falda me aprieta y los pendientes me tiran de las orejas—. Ya que todo gira en torno a los hábitos… alimenticios.

Por la sonrisa contenida de Enzo, diría que está de acuerdo conmigo.

—Ya la habéis oído. Nutrición. ¿Alguna idea sobre las columnas Sexo y Relaciones, Moda y Belleza o Actualidad?

A juzgar por la cara de estupor que pone todo el mundo, esto es completamente inaudito, casi una falta de respeto que Enzo se moleste en conocer la opinión de alguien que está en la sala solo para tomar apuntes o servir más café.

—Es una revista masculina —nos recuerda Harold, una de las voces más fuertes de The Gentlemen—. No creo que sus opiniones…

—Pero a nosotros nos obsesionan las mujeres —lo frena Enzo de inmediato y sin molestarse en mirarle porque está muy ocupado haciéndome el amor a nivel metafísico—. Y a nuestros lectores heterosexuales, también. Quiero conocer el punto de vista femenino. ¿Señorita Jones? ¿Me ilustra?

Madre mía. Esto es muy intenso. Voy a cortocircuitar en breve como no pongamos fin a esta conversación.

Pero a la vez quiero seguir, impresionarle, ganármelo. «Piensa, Jones. O, mejor, no pienses en absoluto. Tus mejores ideas provienen de los impulsos».

—Pues no lo sé. Como mujer, me gustaría saber… ¿por qué los tíos de mi generación están tan obsesionados con el sexo anal? —se me ocurre de repente.

A Enzo parece interesarle el tema.

—Una buena pregunta. ¿Puede darme el enfoque femenino?

Me empujo las gafas por la nariz con aire intelectual y la listilla que llevo dentro asoma las garritas. En la universidad se me daban bien los debates. Solo tengo que borrar de mis retinas la imagen de un Enzo descamisado acercándose a mí como en un anuncio de Dolce&Gabbana y ya podré concentrarme. Será mejor que mire a Harold. Es tan poco atractivo que el animal lujurioso que llevo dentro se somete voluntariamente a la hibernación.    

—Aún no he conocido a ninguna mujer a quien le resultara agradable. Algunas lo han practicado, para cumplir las fantasías de sus novios, pero ninguna ha llegado a disfrutar de la experiencia, lo cual no me sorprende. No puede ser un aquí te pillo, aquí te mato. Es algo que requiere una preparación previa, aparte de una negociación, y eso hace que parezca frío y calculador y… nada espontaneo. El sexo debería ser impulsivo, imprevisible, pasional…

¿Por qué no estás tomando notas, Lorenzo?

—Buen planteamiento —dice el aludido—. Quiero una estadística sobre cuántos hombres heterosexuales lo practican con sus parejas y diez consejos para garantizar una experiencia inolvidable para la mujer. ¿Qué más, señorita Jones?

—¡Fantasías ocultas de los hombres! —le suelto, viniéndome arriba, borracha de triunfo y adrenalina.

Y porque me encantaría conocer las suyas.

Espero que no sea el sexo anal. No me veo con fuerzas de llegar tan lejos ni siquiera por un dios romano vestido de Cavalli.

—Fantasías ocultas. —Cuando por fin dejo de mirar a Harold y traslado la mirada hacia él, a Enzo le brillan los ojos de satisfacción—. Me gusta. Idea. Apuntad: ¿qué no te atreves a pedirle a tu pareja en el dormitorio? Solicitad opiniones anónimas de nuestros lectores e incluidlas en el artículo.

Por algo es el puto director creativo, cabrones.

¿Qué? ¿Pensabais que la buena de Lottie era solo dulzura y pestañeo nervioso? ¡Ja!

—¿Y si abordamos mejor el tema de las muñecas sexuales? —le propone Harold—. Qué le harías a una muñeca sexual. Será más fácil que la gente se suelte.

Enzo lo estudia durante unos segundos.

—Bien —concede, con cierto fastidio—. Pero no quiero que incluyáis ningún comentario psicótico que inste a la violencia contra la mujer. ¿Alguna otra idea, señorita Jones?

«Venga, Lottie. Un último esfuerzo. Hoy estás que te sales».

—De moda masculina no sé demasiado —me veo obligada a admitir, muy a mi pesar—. Me gustan los hombres que llevan traje. O uniforme. Es todo lo que puedo deciros al respecto. En Actualidad incluiría algún cotilleo sobre Henry Cavill.  

El jefe frunce el ceño de esa forma suya tan sexy.

—¿Por qué Henry Cavill?

¿En serio? Creía que era evidente, señor Bassi.

—Los británicos no nos ponemos de acuerdo sobre nada. Unos quieren el brexit, los otros proclaman la alianza de una Europa fuerte y sin fronteras. Hay quienes idolatran a la familia real y quienes montarían una revolución bolchevique mañana antes de la happy hour. Pero si en algo coincidimos los habitantes de esta maravillosa isla es en que todos, y lo recalco, todos, adoramos a Superman. Personalmente quisiera saber más sobre él. ¿Cómo son las escenas de sexo en sus películas? No sé, parece todo tan real… ¿Cómo se contiene uno para no tener una erección inoportuna cuando su compañera de reparto está desnuda y se le frota encima?

Enzo suelta una carcajada. Llamadme loca, pero creo que es la primera vez que le oigo reír. Madre mía, está monísimo. Voy a cortocircuitar en tres, dos, uno…

—Es una gran pregunta. Averiguadlo. A mí también me interesa saberlo. Aprende a controlar las erecciones siguiendo los consejos de Henry Cavill.

¿Qué? ¿Esto va en serio? Dios mío, me está entrando taquicardia y juro que no he vuelto a probar el café asesino de Enzo.

El resto de la reunión es menos intenso. La moda masculina y los artículos relacionados con el deporte pasan casi desapercibidos. Todo el mundo sabe que la gente nos compra por el morbo que dan las columnas de sexo y por las tías en bolas que salen en la página siete.

—Pues si ya lo tenemos, a trabajar —zanja Bassi, antes de abandonar la silla con aire enérgico. Es un millennial dinámico. La gente como él vale lo mismo para dirigir una empresa que para construir un pozo de agua en el tercer mundo. 

Cuando vuelvo en mí después del cortocircuito, se han ido todos y estoy sola en la sala. Será mejor que recoja y termine de redactar el documento.

—¿Jones? —Doy un respingo al ver a mi jefe asomar la cabeza por el hueco de la puerta—. Bien hecho.

Se va y yo me reclino en el asiento y sonrío como una gilipollas. Bien hecho. Llevo dos años esperando este momento. Bien hecho. ¿No es una frase lapidaria preciosa? Lottie Jones, ¡bien hecho!

(Espero que a quienes me sobrevivan no se les ocurra poner Charlotte, porque lo odio y los atormentaría desde el Más Allá).

Será mejor que deje constancia de mis deseos antes de palmarla. Me lo apuntaré ahora, que tengo el portátil delante.

Dejar constancia de mis últimos deseos antes de palmarla.

Ya está. Lo he añadido al calendario del Outlook, así no se me pasa.

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NOCHES DE AMOR EN LA TOSCANA, PRIMEROS CAPÍTULOS GRATIS

Destacado

1

—Señor Dupont, sepa usted que sus hijas han mordido, otra vez, a un niño en el recreo.

A Teresa Zagorsky la recorrió una oleada de frustración.

¿En serio?, ¿encerrada en un coche, bajo un sol implacable, solo para ensayar un discurso medio exasperado, medio lúgubre?

Por Dios. Ni que ella fuera la señorita Rottenmeier.

Se deshizo en un suspiro, dobló el parasol para dejar de ver su cara solemne reflejada en el pequeño espejo, y cerró los ojos durante unos segundos.

En la radio, Fergie aseguraba que las chicas mayores no lloran.

Al otro lado del parabrisas, el aire vibraba, cargado de una pegajosa humedad.

Tess negaba una y otra vez mientras repasaba su discurso. Tratar con los padres era la peor parte de su trabajo. Prefería mil veces a los niños. Menos complicados, más dispuestos a cooperar. 

—Está bien. Puedes hacerlo —resolvió, pinzándose el puente de su respingona nariz con dos dedos.

Era ridículo que estuviera titubeando tanto. ¿Desde cuándo tenía ella tantas dudas? ¿Acaso no había gestionado con éxito todos los problemas a los que se había enfrentado a lo largo de su extensa carrera como maestra?

Y con extensa carrera quería decir… ¿unos tres años?

Una vez, cuando aún era sustituta en un cole público de Nebraska, le tocó lidiar con la pesadilla de toda maestra: piojos.

Pero no liendres. Oh, no. Eso habría estado bien, casi divertido. 

Estos eran piojos de los gordos, de los que están bien alimentados; soberbios piojos que le asomaban a la pobre niña a través del flequillo y hacían que el resto de maestras y maestros retrocedieran despavoridos y sacaran los crucifijos y los ajos. 

Tess estuvo debatiendo durante horas cuál sería la manera menos violenta de comunicarle al padre que… bueno, en pocas palabras: que había que despiojar a la criatura antes de volver a traerla al colegio el lunes.

Los Shurley no eran precisamente una familia de las que cooperan. Tenían seis hijos, de distintas edades —aunque nunca se hacían cargo de ninguno de ellos—; del cabeza de familia le habían dicho que era recalcitrante, y a la madre nadie le había visto el pelo nunca. Corrían toda clase de rumores al respecto.

Las malas lenguas del vecindario estaban divididas: algunos aseguraban que la mujer estaba en la cárcel; otros, que se había fugado después de ayudar a su marido a matar a un fulano de Hacienda que, juntos y en mitad de una noche lluviosa, habían enterrado bajo el cobertizo. 

Fuera cual fuera el verdadero paradero de la señora Shurley, era evidente que se trataba de una situación peliaguda.

En el centro educativo no se habían atrevido a informar al señor Shurley de que su hija tenía piojos, por si acaso la teoría del cobertizo fuera cierta. Nadie ardía en deseos de pasar la eternidad enterrado junto a un fulano de Hacienda.

De modo que la responsabilidad recayó sobre la competente y dedicada señorita Zagorsky, que, tenaz como era, de ningún modo iba a permitir que la alumna se convirtiera en objeto de burla de los demás por culpa de unos rumores infundados y la cobardía de unos colegas, que a saber durante cuánto tiempo habían estado haciendo la vista gorda —casi tan gorda como esos piojos—, y permitido que se pusiera en riesgo al resto del alumnado. 

Así pues, se enteró de dónde paraba Shurley todas las tardes, fue a esa pocilga —llamarlo antro hubiera sido demasiado amable— y, después de ganarle a los dardos para establecer un vínculo, se presentó como la maestra de su hija y le comentó, así, de pasada, que Mary Jo tenía un pequeño problema de piojillos.

—Nada grave —aseguró, restando importancia al asunto para que el hombre no se sintiera avergonzado.

Y, antes de que él pudiera replicar siquiera, pidió una ronda de cerveza, que pagó antes de irse para asegurarse de que Shurley no le guardaba rencor.

Siendo honestos, a ella tampoco la entusiasmaba demasiado lo de pasarse la eternidad con el fulano de Hacienda. Era una chica de letras.

El lunes, la niña vino al colegio libre de bichos. Es más, desde entonces, al padre se le veía todas las tardes en la puerta del colegio, aseado y puntual como un reloj suizo, esperando para recoger a sus progenies.

A todos ellos.

La gente, mala como es, aseguró que el cambio solo se debía a que el buen señor Shurley se había encaprichado con la jovencísima profe de su hija —ahora que su mujer se había fugado por el Caso Cobertizo—, pero Tess nunca prestó atención a los cuchicheos y lo consideró como su primer triunfo profesional.

Si había podido gestionar una situación tan delicada, bajar la ventanilla del coche para apretar el botón del interfono no debería suponerle ningún esfuerzo, ¿no?

Evaluó los alrededores y soltó un soplido desalentado.

Habría estado bien no tener que conducir cuarenta kilómetros para hablar con el padre de las alumnas.

Y habría estado aún mejor que la cancela de hierro forjado no le frenara el paso.

Ese lugar parecía una prisión. No era de extrañar que las niñas fueran medio salvajes. Brillantes, las mejores alumnas que había tenido nunca, pero salvajes con todas las de la ley; desatadas. Nadie salvo Tess conseguía controlarlas, y a veces incluso ella y sus técnicas innovadoras fracasaban.

Al sumarse también los mordiscos a un carácter de por sí rebelde, la situación había alcanzado un punto insostenible. No le quedaba otra que hablar con los padres. Seguro que, entre todos, conseguían poner fin al problema. Tal vez no con la dureza que a la madre de Danny Finn le hubiese gustado, pero sí de una forma adecuada. 

Después de que mordieran a su hijo, la señora Finn había montado todo un circo, amenazando con hundir al colegio en demandas por permitir el bullying. Esperaba que corriera sangre. Mucha sangre.

Tess no creía que fuera un caso de bullying, sino una disputa de patio de colegio que se podía solucionar como se soluciona todo en este mundo: a través del diálogo.

Por eso había venido a hablar con un hombre a quien nunca había visto, ni una sola vez en los dos años que llevaba impartiendo clases en el colegio Santa Clara. Siempre venía una mujer a recoger a sus hijas, y desde luego que no era la madre porque las niñas la llamaban tía Meg.

En el centro tampoco le habían dado información respecto a la familia Dupont. Había como una especie de secretismo envolviendo todo el asunto.

Ahora entendía por qué. Los Dupont eran los ricos de la región y a esa gente siempre se le intenta proteger, como si su intimidad fuera más valiosa que la de los demás.  

La cancela solo impedía el paso, no la vista, y lo que había al otro lado de las puertas de hierro forjado era un auténtico casoplón, con un jardín paradisiaco, piscina y arboles debajo de los cuales resguardarse del despiadado sol tejano.

Al principio, a Teresa le había resultado divertido irse a vivir a un lugar llamado Sunnyside, pero la diversión acabó de golpe en cuanto soltó sus dos maletas en el andén de la desierta estación de autobuses y comprendió que eso que a ella le impedía respirar, los tejanos llamaban ola de caló.

No estaba acostumbrada a las altas temperaturas. Se había criado en una región montañosa en la que ver el sol era un privilegio que raras veces se le presentaba. Así que, acabar en una casita no mucho mayor que una caravana y tener que acudir bastante a menudo a uno de los centros de enfriamiento que las autoridades habían puesto a disposición de los ciudadanos que no tenían aire acondicionado para refrescarse, fue toda una aventura para ella. 

Aunque era optimista por naturaleza y su carácter alegre siempre le hacía ver el lado bueno de las cosas: se dijo a sí misma que, al menos, luciría durante todo el año un saludable bronceado.

A pesar de sus intentos por envalentonarse, había que admitir que en esa parte del país el calor era sofocante y, además, estaba la perenne humedad, que lo convertía todo en una pesadilla.

Al aceptar el empleo, no había imaginado aquel aire tan denso e irrespirable, ni el sol que no dejaba de atosigarte hasta bien entrada la noche.

Tenía otra cosa en mente, algo idílico, y lo que recibió a cambio fue un lugar que el presidente de la asociación cívica de Sunnyside describió como campo de basura para cualquier cosa negativa.

La culpa era suya por haberse lanzado en picado a por lo más barato. Podía haberse alojado en Houston, tal y como le habían sugerido desde la dirección del centro. Pillaba más cerca del colegio y las oportunidades de entretenimiento en una gran ciudad nada tenían que ver con las que ofrecían las afueras.

El problema era que en Houston no podía pagar ningún alquiler. Los precios casi le habían provocado un infarto. Y Sunnyside sonaba tan idílico…

Como había leído que la población de la zona era mayoritariamente negra e hispana, Tess pensó que, siendo ella hija de inmigrantes, todos iban a aceptarla sin problemas.

Se imaginó un barrio multicultural en el que nadie fingiría ser incapaz de pronunciar su apellido. ¿Cuántas veces no le habían sugerido, con más o menos tacto, que lo convirtiera en una versión más… americana?

Los apellidos polacos sonaban a problemas. En cuanto a su mitad mexicana… ¿De verdad hacía falta decir algo respecto a cómo abordaban el tema de los mexicanos?

Por eso creyó que la gente que ya había sentido la represión en su propia piel iba a tratarla como a un ser humano normal y corriente; integrarla entre sus filas.

Un idealismo bien alejado de la realidad.

Lo que encontró en las afueras de Houston fue una vivienda prefabricada de unos veinticinco metros cuadrados, que, por cierto, se caía a cachos —aparte de calentarse más que un horno—, unos vecinos que la despreciaban por ser difícil de encasillar y… sol. Abundante sol.

Quizá viviendo en una casa como la de los Dupont…

Sin lugar a dudas, tenían aire acondicionado.

La idea la reconfortó un poco. Seguro que el señor Dupont era lo bastante amable como para invitarla a entrar mientras charlaban. Se vio a sí misma instalada en un confortable sofá, con un buen vaso de té helado en la mano, y dejó de sentirse tan hostil por haber tenido que conducir hasta ahí.

«Con lo fácil que hubiera sido hablar en la puerta del colegio o en la sala de tutorías. ¿Qué clase de padre no va a recoger nunca a sus hijas del colegio? ¿En dos laaargos años?»

—Déjalo ya, Tess —se dijo a sí misma con una mueca de disgusto—. Siempre sacas conclusiones precipitadas.

Si había que achacarle algún defecto, era ese: se apresuraba a sacar conclusiones.

«A lo mejor está postrado en una cama y por eso ha pedido que le informéis puntualmente de la evolución de sus hijas a través de una dirección de correo electrónico».

Compasiva como era, se dejó convencer por el argumento.

Hasta que cayó en la cuenta de algo: el señor Dupont no le había contestado nunca. A ningún e-mail.

«¿Tal vez sea soldado y haya perdido las dos manos en un ataque con bombas en Afganistán?» se sugirió a sí misma, para reforzar la actitud compasiva que empezaba a abandonarla. 

«Quizá sea otro Will Traynor, como en la novela de Jojo Moyes».

Suspiró, exasperada por sus teorías sin fundamento, bajó la ventanilla de la pick up y apretó por fin el botón. 

—¿Sí? —contestó de inmediato la voz de una mujer, puede que la encantadora señora Dupont, madre abnegada y compasiva esposa; una lady Chaterley moderna y sin amantes, que cuidaba incansable de un marido inválido, lo cual explicaría por qué, en dos laaargos años…

«Ya te vale».

—¿Hola? —insistió la voz omnipotente.

—Sí, hola —se apresuró a responder, acercándose al interfono—. Soy Teresa Zagorsky, la maestra de Krissy y Amelia. Preguntaba por el señor Dupont.

—Ah. Buenas tardes, señorita Zagorsky —saludó la mujer con una familiaridad que la hizo preguntarse si se conocerían de algo—. Pase, por favor.

Tess compuso una sonrisa educada, antes de darse cuenta de que probablemente no la veían —o quizá sí, si eran unos ricachones paranoicos—, metió la primera marcha y, apartándose un mechón oscuro de la cara, cruzó la verja que acababa de abrirse.

Dentro de la finca, eligió un lugar en la sombra para aparcar. El aire acondicionado tardaba mucho en enfriar si el coche estaba caliente, aunque quejarse sería inútil. Le parecía un milagro que la climatización de su vieja camioneta siguiera funcionando a esas alturas. Debía de ser lo único. Todo lo demás fallaba muy a menudo. 

Si tuviera que decir algo bueno al respecto, sería que el óxido tenía el mismo tono naranja que la pintura original y pasaba un poco desapercibido.

Lo cual no era demasiado alentador…

Suspirando, abrió la puerta e hizo una mueca al recibir la bofetada de la abrasadora humedad exterior, que se adhirió de inmediato a la fina tela de su colorida ropa y se la pegó al cuerpo.

Llevaba una falda a la altura de las rodillas, una blusa ancha con patrones florales y montones de collares y pulseras multicolores, que había hecho ella misma como gran seguidora de la bisutería artesanal que era.

Por la mañana se había recogido el pelo en un moño informal, pero desde entonces había pasado mucho tiempo y algunos mechones se le habían soltado de la cinta multicolor y, ondulados por la humedad, le colgaban sobre el rostro.

Su estilo siempre había oscilado entre lo cómodo y lo desenfadado, así que no se sintió demasiado incómoda por llevar un outfit bohemio, que recordaba a las subculturas de los años 70, en un lugar que parecía más bien un rancho o una de aquellas antiguas haciendas españolas, con la casa blanca y campo abierto alrededor.  

De lo único de lo que se arrepentía era de no haberse puesto uno de sus sombreros boho.

Empezó a sudar a mares mientras cruzaba el patio. El sol le daba de lleno en la coronilla y su piel morena no hacía más que absorber calor. Le hubiese gustado poder caminar a la sombra de los árboles, pero ahí no había cemento, sino piedras blancas, decorativas, y con sus sandalias de cuña alta no se atrevió a intentarlo. Torcerse un tobillo no era la mejor forma de pasar las vacaciones de verano. 

Además, no estaba segura de que se pudiera circular por esos senderos y no quería hacer el ridículo, como aquella vez que se alojó en un hotel de Dallas porque al día siguiente tenía una entrevista de trabajo y se pasó media hora intentando adivinar cómo se vaciaba la bañera. Menuda aventura.

Hoy en día aún defiende la necesidad de pegar en la pared del baño las instrucciones. Había que ser ingeniero para aclarase.

Mientras ella rememoraba la hazaña, un gato negro salió corriendo de detrás de unos arbustos y cruzó justo por delante de ella, sobresaltándola. Tess nunca había sido demasiado supersticiosa, pero que se le cruzara un gato negro…

Su madre, Susana, siempre se lo había dicho. Hija, cuidado con los gatos negros y con los hombres guapos.

Al menos de lo último no tenía que preocuparse. Conocía de vista a todos los habitantes de su vecindario y podía asegurar que su virtud estaba más que a salvo en ese lugar tan alejado de la mano de Dios —y de los servicios públicos, gestionados, por supuesto, por un puñado de fascistas—. O bien porque sus vecinos estaban todos casados, o eran alcohólicos, delincuentes peligrosos, o camellos, y eso en el mejor de los casos, o bien porque ninguno la atraía más que la inyección letal.

«Y no estamos nada melodramáticos», se sermoneó a sí misma en tono moralista.

Tragando saliva, se secó el sudor de la frente con una mano, intentó alisarse un poco las arrugas de la falda multicolor y siguió el caminito de cemento.

Como Dorothy. A lo mejor el señor Dupont era como el Mago de Oz.

«O como la bruja mala».

La idea de que el señor Dupont fuera la bruja del Este le provocó una risita, que quedó amortiguada por la fuerza de la música que sonaba dentro de la casa y se escuchaba desde esa parte del jardín.

El corazón se le encogió en el pecho al reconocer la canción. 

Girl, you’ll be a woman soon, de Neil Diamond.

Vaya. Era la favorita de su padre, la canción que, siempre que ponían en la radio, le hacía levantarse del sillón y pedirle a su mujer que bailara con él.

Tess siempre había deseado para ella un amor como el de Susana y Dodek, digno de las mayores novelas de amor de la historia.  

Por desgracia, tenía veintiséis años, vivía en el culo del mundo y no había un hombre guapo ni a veinte mil leguas de distancia de ella. ¿De quién iba a enamorarse? Solo interactuaba con los padres de sus alumnos y todos ellos tenían un defecto insalvable: que ella supiera, ¡estaban casados!

—¿Se ha perdido? —la sorprendió una voz masculina y arrastrada, cuya profunda resonancia casi la hizo pegar un brinco a pie de la escalera.

No había visto a aquel hombre arrellanado en la mecedora y, cuando le echó una segunda mirada, encogiendo los párpados por culpa de la luminosidad, se preguntó cómo era posible que le hubiera pasado inadvertido.

Jolines. Bien podría haber sido el gemelo de Channing Tatum, difícil de pasar desapercibido alguien cuya presencia hacia encoger el porche.

Pese al sofocante calor, llevaba unos vaqueros viejos y una camisa a cuadros de mangas dobladas y, con la bota apoyada contra la barandilla, empujaba la mecedora hacia atrás una y otra vez, sin apiadarse ante los sonidos de lamento que emitía aquel sillón que a duras penas conseguía acomodar su poderosa anatomía masculina.

Su madre lo habría descrito como un bigardo y Tess no podía estar más de acuerdo. A juzgar por esas piernas tan largas, el tipo medía más de metro ochenta y cinco.  

Permaneció impertérrita frente a su escudriño. Solo sus ojos verdes se movían mientras, a su vez, lo evaluaban con curiosidad.

A su lado, tirado en el suelo de madera del porche, había un paquete de cigarrillos, y se distrajo pensando en que hubiese podido encarnar a la perfección al hombre Marlboro si el tabaco no se hubiese pasado de moda.

Imaginó que sería el capataz de la finca. Sin duda, los Dupont poseían caballos y, como él, con ese aspecto rudo y vigoroso, tenía mucha pinta de trabajar en los establos…

Fue la única explicación que se le ocurrió.

Dada la ropa que llevaba, llegó a la conclusión de que había estado montando a caballo. Si no, nadie llevaría botas en plena ola de caló. Su estilo le recordaba a lo que llevaban los actores de Pasión de Gavilanes, una telenovela que ella y su madre solían ver años atrás.

No sabía si era guapo, su rostro se mantenía casi por completo oculto debajo de un sombrero stetson, pero su apariencia era lo bastante intimidante como para que cualquiera lo confundiera con un bandolero del viejo oeste; una especie de Clint Eastwood cuya poderosa presencia la hizo respirar más deprisa de lo normal.  

—Buenas tardes —consiguió decir, con una voz más temblorosa de lo que le hubiese gustado. 

—Buenas —le respondió él desde la mecedora.

No preguntó ni quién era ella ni que hacía ahí, y Tess se vio obligada a explicarse después de un corto titubeo. Esperaba no tartamudear. A veces, cuando estaba muy nerviosa, se ponía a tartamudear.

—Soy la señorita Zagorsky, del colegio Santa Clara. La maestra de Krissy y Amelia —aclaró, después de engancharse un mechón de pelo detrás de la oreja con cierto aire remilgado.  

Vio como, por debajo del ala del sombrero, los anchos labios del hombre se movían en una especie de media sonrisa, lenta y de lo más irritante.

Como se habían metido con ella muchas veces por ser medio polaca medio mexicana, solía ser susceptible en algunos asuntos.

Y dado que el nombre del colegio no era divertido, supuso que le divertía su apellido, y se le quitaron las ganas de tartamudear.

—Encantado de conocerla, señorita Zagorsky —le respondió él con una leve inclinación de cabeza. Hablaba con la desidia de una interminable tarde de verano en Texas, y su acento era fuertemente sureño.

Se obligó a dedicarle la sonrisa más amable de la que se sentía capaz. No iba a perder el tiempo con disputas tontas. Estaba más que harta del rollo América primero y de que gente que no la conocía de nada se acercara a ella en el autobús solo para decirle que se fuera a su país. ¿Su país? Había estado en México una sola vez, de vacaciones, cuando aún tenía edad para no recordarlo, y de Polonia solo sabía que su capital era Varsovia.

Así pues, ¿cuál era su país? ¿Adónde debía irse? Los de la supremacía blanca nunca tenían la respuesta para eso. Menuda mierda fascista.

—Busco al señor Dupont —informó, alzando un poco el tono para no parecer intimidada.

—Ya lo ha encontrado.

La sorpresa fue evidente en el rostro de la joven maestra. Imaginaba a un hombre de negocios, alguien trajeado que se pasaba la vida con el móvil pegado a la oreja y volando de un continente al otro. Él no parecía tener nada que hacer en todo el día, salvo mecer el sillón y desperezarse como un gato.

—¿Es usted el padre de Krissy y Amelia? —preguntó con las cejas levantadas y tono de total incredulidad. 

—Sí, seño —le contestó el hombre con aspecto divertido.

Apretó las muelas ante la irritante inflexión de mofa. Casi que prefería al señor Shurley y la constante amenaza del cobertizo. Al menos él no hacía que el corazón le latiera tan deprisa. Ese hombre tenía tal magnetismo que, de repente, se volvió muy consciente de cada rincón oculto de su cuerpo.

—Pues encantada, señor Dupont. —Su tono de altivez no se debía a un carácter arrogante. Solo pretendía dejar claro que no eran amigos. Por algún motivo, esta vez sentía la necesidad de trazar una línea muy clara entre ella, la docente, y él, el padre de sus alumnas—. ¿Tiene un momento?

—¿Y si le dijera que no? ¿Daría media vuelta y me dejaría echarme la siesta?

Se sintió insultada. ¡Ese tío era un gilipollas de primera! Se había chupado media hora de coche por una carreterucha llena de baches solo para hablar con él y ¿así era como la trataba?, ¿burlándose de ella?

—Y, si le dijera que no, ¿qué pasaría?, ¿me echaría a los perros?

Su áspera contestación solo consiguió divertir al señor Dupont, que echó un poco la cabeza hacia atrás y la evaluó por debajo del ala del sombrero con unos profundos ojos azules que irradiaban humor.

Tess contuvo aliento. Era guapo. Indiscutiblemente. Más que ningún otro hombre al que hubiera conocido.

Y encontró ridículo pensar en esos términos, teniendo en cuenta que se trataba del padre de dos de sus alumnas.

Para ella, los padres estaban en un universo aparte, nunca se había fijado en si estaban de buen ver o no. Eran padres y punto. ¿Por qué él parecía diferente?

Quizá esa mirada, intensa, magnética, tuviera algo que ver. La forma en la que resbalaba por su cuerpo no era demasiado paternal. Sus ojos la hicieron sentirse desnuda. Y muy acalorada. Volvió a tomar conciencia de sí misma, de un cuerpo que, de manera inexplicable, empezó a reclamarle cosas.

—Neah. Con lo menudita que es, mis perros no tendrían ni para un tentempié. ¿Qué puedo hacer por usted, seño?

«Para empezar, dejar de llamarme seño, imbécil».

La gente guapa siempre se lo tenía muy creído. ¿No era irritante?

—Verá, vengo a hablarle de Krissy y Amelia —informó con tono profesional, después de alisarse una vez más la arrugada falda para despegársela del cuerpo.

—Eso ya me lo imagino. No habrá recorrido todo este camino para hablarme del calentamiento global.

Tess estiró los labios con fastidio al comprender que ese hombre no iba a ponerle las cosas fáciles.

Y ya podía ir olvidándose del té helado o del aire acondicionado. Iba a tenerla achicharrándose bajo el sol, así que más valía que se lo soltara deprisa, para poder regresar al fresco interior del coche antes de que este se convirtiera en un horno sofocante. Si llegara a calentarse la pick up, ya no se enfriaría hasta Sunnyside.

—Pues no. Si estoy aquí es porque sus hijas han mordido hoy a un niño en el recreo. Primero Krissy y luego Amelia. Y le aseguro que no ha sido ningún accidente, sino un acto premeditado. —Que la observara con tanta intensidad empezó a ponerla nerviosa y se dio cuenta de que ya no dominaba la situación como antes. La voz le sonaba demasiado chillona y, más que hablar, farfullaba—. La madre del… agredido amenaza con vacunarle de la… la… rabia. Una medida absurda, por supuesto —se apresuró a aclarar, ruborizada hasta las raíces del pelo—, ya que sus hijas no son… perros vagabundos. Estoy segura de que solo era el… cabreo inicial. Ya sabe cómo son algunas madres. —Soltó una risita tonta, de la que se arrepintió al instante—. En fin, que, en cuanto ella se dé cuenta de que… bueno, de que Krissy y Amelia son niñas saludables que no… transmiten enfermedades…

«Cállate ya, Teresa. No la cagues más».

Apretó los labios para no soltar más gilipolleces y compuso la sonrisa más encantadora de la que era capaz.

Él se agachó para coger el paquete de cigarrillos, encajó uno en la comisura derecha de la boca y se lo encendió con tranquilidad. 

Solo después de absorber humo volvió a evaluarla. Sus miradas conectaron como imanes y Tess notó el fuerte impacto que esos ojos causaban en lo más profundo de su ser.

—Así que ahora muerden, ¿eh? Sabía que era mala idea dejar que vieran Tiburón.

Ella entreabrió los labios en un gesto contrariado.

—¿En serio? ¿Esa es su reacción? ¡Es prácticamente un caso de bullying! La madre del… agredido —en serio, tenía que buscar otra palabra para referirse a Danny— está muy molesta.

—¿Y qué pretende que haga? ¿Que me saque el cinturón y les dé su merecido?

Le dirigió un gesto duro, para demostrar lo poco que toleraba los sarcasmos. 

—Sepa usted, señor Dupont, que estoy absolutamente en contra de la violencia. ¡De cualquier tipo de violencia! —apuntilló, con la cara colorada por la rabia.

Su contrariedad hizo que los carnosos labios del hombre, esculpidos por el Diablo con fines pecaminosos, se curvaran en otra media sonrisa socarrona.

Dio una calada, lanzó un perfecto anillo de humo al aire y volvió a colocarse el cigarro en la comisura de la boca con un aplomo que la sacaba de quicio.

Se obligó a dejar de mirar esos labios que tanto la perturbaban y, para distraerse, sus ojos verdes se alzaron veloces hacia los intensos iris que seguían evaluándola en silencio. Craso error, ya que la forma en la que la observaba él la puso todavía más nerviosa que su maldita sonrisa de infarto.

—¿Y qué me sugiere entonces? —repuso Dupont con voz calmada. 

—Hablar con sus hijas —respondió ella, procurando no mascar las palabras. Aunque su estado de furia contenida se notaba en el vibrante fuego de sus ojos—. Intente comprender sus emociones. ¿Sabe?, son brillantes y muy ingeniosas, pero intentan llamar la atención todo el rato, lo cual me hace pensar que es precisamente atención lo que les falta en casa. Imagino que usted y la señora Dupont trabajan mucho, ¿verdad?

Supo que se había pasado de la raya en cuanto vio el cambio que se produjo en la fisionomía del hombre, facciones que se tensaban y músculos que empezaban a latir en su prieta mandíbula.

Su boca se había convertido en una línea rígida, y sus ojos semejaban un enorme bloque de hielo.

Tess, pese a los treinta y cinco grados que marcaba el termómetro, sintió una repentina oleada de frío polar descender por su espina dorsal. 

—No estoy seguro de qué es lo que intenta insinuar —rezongó y, por primera vez, ya no parecía divertido. Su voz arrastraba una dureza letal.

Un incómodo silencio flotó en el aire mientras ella luchaba por encontrar las palabras adecuadas.

—Quiero decir que, a lo largo de este curso, tanto Krissy como Amelia se han esmerado mucho para propiciar este encuentro y eso me ha hecho pensar que portarse mal y molestar en clase y en los recreos quizá solo sea una manera infantil de atraer la atención. ¿Ha sucedido algo raro en los últimos meses? Desde enero, su comportamiento no ha hecho más que empeorar. Usted lo sabría si se hubiese molestado en abrir alguno de los correos electrónicos que no he dejado de enviarle.

De acuerdo, eso sí que era pasarse de la raya, pero, llegados a este punto, ¿qué más daba herir sus sentimientos o cabrearle? Su expresión colérica y la forma en la que la fulminaba con la mirada implicaban que lo había ofendido y cabreado a la vez. Toda una proeza tratándose de alguien tan diplomático como Teresa.

Claro que nadie la había perturbado tanto antes de él. Para lo bueno y para lo malo.

—Hablemos claro, señorita Zagorsky. Qué me sugiere, ¿eh? ¿Terapia? ¿Quiere que les siente en el diván y les haga hablar de sentimientos y de la relación con su padre?

La indignación de Tess sobrepasó cualquier límite. Así que su solución no solo consistía en burlarse. También pretendía desatenderse de todo y pasarle la pelota a un desconocido que, por un módico precio, resolvería el problema de comportamiento de sus hijas.

¿Era incapaz de comprender que lo único que necesitaban esas dos niñas era un poco de cariño a nivel familiar; que alguien se sentara a hablar con ellas e intentara comprender sus necesidades y emociones?

La oleada de furiosa frustración que recorrió su rostro con forma de corazón la hizo rechinar los dientes y perder absolutamente todo el control de la situación. 

—No necesitan terapia, ¡sino a un padre menos capullo! —le soltó enfurecida, antes de girar sobre su metro cincuenta y ocho de estatura y alejarse a grandes zancadas, que casaban a la perfección con su aspecto mosqueado.

No le apetecía coger una insolación por estar peleándose con un cretino tan corto de miras como un burro, que ni siquiera la había invitado a un vaso de agua fría.

Menudos modales sureños. Y, encima, burlándose de algo tan delicado como el apellido de una. Solo le había faltado decirle váyase a su país, señorita Zagorsky. Está usted quitándole el empleo a un americano.

—Pedazo de gilipollas —masculló mientras entraba en el coche.

Sintió que él la observaba con ojos ilegibles, pero no cedió ante el impulso de volverse para comprobarlo. 

2

—¡¿Despedida?!

Tess le echó una segunda mirada a su interlocutora, para asegurarse de haberlo entendido bien.

Felicia compuso un gesto apenado con los labios. Oh, sí, lo estaba entendiendo a la perfección. Ampararse en la negación no serviría de nada.

La triste realidad era que la estaban poniendo de patitas en la calle, y todo por culpa de aquel… aquel…

Maldijo hacia sus adentros cuando se dio cuenta de que ninguna grosería le parecía lo bastante ofensiva. Eso era muy molesto.

—Teresa, siento mucho tener que hacer esto —se disculpó una vez más la jefa de estudios del Santa Clara mientras desplegaba las manos en un gesto de impotencia—, y más con el curso a punto de terminar, pero no me dejas elección. Llamaste capullo al hombre que paga todos nuestros sueldos.

Ya. Eso. Quién lo hubiera dicho.

Tess jamás habría adivinado que el padre que menos se implicaba de todos era, en realidad, el que sostenía económicamente el colegio en el que trabajaba.

«Trabajabas», se empeñó en recordarse a sí misma.

La idea le resultó tan horrible que sintió vértigo.

Despedida.

Nunca la habían despedido. ¿Qué iba a hacer a partir de ahora? ¿Adónde iría? ¿Se reflejaría esto en su expediente como una falta grave? ¿La tacharían de inestable y complicada por haber perdido los papeles con un padre?

Ni siquiera sabía muy bien qué era lo que le había sucedido ese día. Ella no era así, desde luego. Afrontaba las cosas con calma y tacto. Y de ningún modo llamaba capullos a los padres de sus alumnos, por mucho que creyera que se habían ganado el apodo. Pero con él era como si se le hubiesen fundido los plomos. Bum. Emociones desatadas de una forma incomprensible.

—Teresa, no entiendo nada. Te pasas el día rodeada de críos maleducados y nunca te he visto estallar. ¿Por qué tenías que estrenarte precisamente con él?

Tess apretó los labios, arrepentida.

Dolía demasiado la forma en la que la miraba su jefa, las trazas de decepción que captaba en sus ojos marrones. Deseaba poder borrarlas de un plumazo, justificarse, hacerla comprender que ella seguía siendo la maestra comprometida y dedicada a la que Felicia había dado una oportunidad el curso pasado. El hecho de haber tenido un pequeño arrebato no cambiaba nada. 

—No lo entiende. La forma en la que me trató fue…

—Sí que lo entiendo. Conozco la reputación de Benjamin Dupont y sé que puede llegar a ser muy… —Durante unos segundos, buscó una palabra que lo definiera. Entornó sus arrugados párpados pintados de gris perla al no encontrarla—. Bueno, muy Benjamin Dupont. Y también te conozco a ti lo bastante como para saber que eres un cielo. Si esto dependiera de mí, haríamos borrón y cuenta nueva ahora mismo, pero el consejo escolar no me ha dejado elección. Ben Dupont les ha metido en la cabeza la idea de que alguien con un lenguaje tan soez no es la persona idónea para educar a sus hijos.

Soez. Ya le gustaría a ella enseñarle a ese capullo ricachón lo que significa un lenguaje soez en su barrio.

—Entonces, ¿ya está? ¿Me marchó hoy mismo?

—Me temo que sí. Al final de la jornada. Mientras tanto, puedes despedirte de tus alumnos.

Tess tragó saliva ante lo incierto que se pintaba su futuro. Tenía algo de dinero ahorrado y, desde luego, el alquiler que pagaba por aquella choza era una miseria —al igual que la casa en sí misma—, de modo que podía ir tirando hasta… ¿septiembre? Pero no mucho más allá.

Y después, ¿qué? Sus padres eran gente humilde, no podían ayudarla.

Y encontrar otro trabajo, a esas alturas, parecía difícil.

Por desgracia, conocía lo bastante el entorno educativo como para saber que la mayoría de los centros ya habían fichado a sus nuevos profesores de cara al próximo curso.

Los directores solían hacerlo en mayo, no en septiembre, y a no ser que gentes como el irritante señor Dupont echaran sus planes por los suelos, no iban a necesitar personal a mediados de junio.

Solo podía aspirar a cubrir alguna suplencia, quizá una baja de maternidad, si es que su lenguaje soez no quedaba reflejado en su expediente.

Ahogó una especie de sonido inarticulado, algo a medio camino entre el lloriqueo de un cachorro y el berrinche que precede el llanto de un bebé.

—Teresa, lo siento en el alma. Desearía que las cosas fueran distintas.

Felicia cubrió su mano y le dio unas cuantas palmaditas compasivas para trasmitirle su apoyo. Tess parpadeó para recomponerse y levantó la mirada hacia la suya.

Su jefa era una mujer rubia que, a sus cincuenta y muchos años, formaba parte de esa categoría de personas que parecen ricas y sofisticadas. Dios sabía cómo se las apañaba para tener siempre un aspecto tan impecable y profesional. No era solo la ropa y el perfecto peinado, sino ella en sí misma. Tenía clase y, además, nunca dejaba entrever lo que realmente pensaba.

Aunque en aquel momento la miraba con una pena que la hizo estremecerse en lo más profundo de su ser.

Maldita sea. No necesitaba compasión, sino un buen chupito de tequila, y se dijo a sí misma que así era como iba a pasar la tarde de su primer despido, bebiendo y adjudicándole al señor Dupont epítetos mucho peores que ca-pu-llo.

*****

—Ni siquiera tengo una planta —farfulló, medio desplomada sobre la barra—. En las películas, siempre que te despiden, tienes una planta. Te la llevas a casa en una caja de cartón. ¡Pues yo no tengo ninguna! —prorrumpió, antes de estallar en ruidosos sollozos, que hicieron que el camarero frunciera las cejas y la mirara contrariado.

—¡Y todo porque le llamé capullo! —prosiguió Tess, sorbiendo por la nariz—. Capullo. ¿Se lo puede creer? Ahora me arrepiento de no haberle llamado cosas peores. Podría haberle llamado carapijo… O, ¿qué sé yo?, cenutrio… O pichabrava, porque tenía pintas de ser un pichabrava, ¿sabe? Ya lo creo. Todo un machito, de esos que escupen órdenes y esperan a que todas las mujeres en una ratio de cien kilómetros las obedezcan. Qué asco. ¿Y qué si era guapo? Eso no ha hecho más que confirmar mi teoría de que la gente guapa es gilipollas. Oh, y le prometo que esta afirmación no la impulsa el rencor ni el odio, sino la sabiduría. Sí, señor. En el instituto salí con Dean Cooper y, adivine: era guapo y un verdadero gilipollas. Ahora saque sus propias conclusiones.

Soltó un bufido indignado y negó para sí.

—Si es que mi madre me lo dijo —se lamentó, agitando la cabeza una y otra vez con aire sabiondo—. Cuidado con los gatos negros y con los hombres guapos. Y, hala, dos en el mismo día. ¿Cómo puedo tener tanta mala suerte? —De pronto, se dio cuenta de que su chupito estaba vacío y levantó el vaso para solucionar el problema cuanto antes—. Disculpe, ¿le importaría servirme otro de estos? No sé lo que llevan, pero empiezo a sentirme mejor. Al menos he dejado de llorar.

—Señorita, me temo que vamos a cerrar.

Tess parpadeó y miró al camarero con aire confundido.

—¿Tan pronto?

—Son las once de la noche y usted es la última clienta.

Miró hacia atrás por encima del hombro y se dio cuenta de que era cierto. Estupendo. Ahora, encima, se había convertido en una carga para los demás.

Se avergonzó de su comportamiento. No era propio de ella emborracharse ni ponerse pesada.

«Solo es un mal día», se dijo mientras respiraba hondo para quitarse de encima el disgusto y las malas energías que vibraban en su interior desde esa tarde.

«Un mal día, eso es todo».

—Siento haberle entretenido. —Dejó dinero sobre la barra, añadiendo una buena propina por las molestias, y compuso una sonrisa débil—. Gracias por escucharme. Y por el tequila o lo que fuera eso.

—De nada. Espero que encuentre otro trabajo pronto.

—Sí…

Se levantó con un suspiro, cogió su bolso y ahuecó las mejillas. ¿Y ahora qué? Había bebido y había montado una rabieta, pero nada de eso la había hecho sentirse mejor.

Quizá si tuviera delante a Ben Dupont y pudiera soltarle un par de adjetivos bien merecidos…

—Besugo. Que eres un besugo —le farfulló a un imaginario Ben mientras salía por la puerta y se adentraba tanto en la abrasadora noche tejana como en las entrañas de la desesperación.

3

Ben Dupont miró a sus hijas con el ceño fruncido.

—Pero ¿qué os pasa? Esto es divertido. ¿Por qué esas caras de funeral? Si a vosotras os encantan las montañas rusas.

Krissy se encogió de hombros. Amelia, igual de abatida, golpeó una piedrecita con la punta de sus converse rosas.

Ben no podía creerse que estuvieran tan desanimadas en un lugar como aquel.

El parque de atracciones estaba repleto de niños corriendo y gritando; el paraíso de los pequeños y el infierno de los mayores. Todos los críos se lo estaban pasando bien, menos sus hijas, que se habían negado a abandonar la actitud mustia que hacía días que exhibían.

Por Dios, ¡habían dicho que no al algodón de azúcar! ¿Qué clase de crío en su sano juicio diría que no a algo así? Ben no podía más, había alcanzado el vértice de su desesperación.

Así que se detuvo y, dispuesto a solucionar el problema de una vez por todas, se agachó delante de ellas y las miró con sus inquisitivos ojos azules, primero a la pequeña Krissy, de seis años, y después a Amelia, de nueve.

—¿Cuál es el problema, a ver? Ya no sé qué hacer con vosotras. Os he dejado comer hamburguesas, os he perdonado dos clases seguidas de violín, os he traído al parque de atracciones… ¿Se puede saber qué pasa por esas dos cabecitas rubias?

Amelia encogió solo un hombro, con un desdén que Ben reconoció como herencia genética suya, y sus pequeños labios se fruncieron en un mohín de lo más apesadumbrado.

—¿Amelia? —insistió con voz persuasiva, al notar que a la niña le faltaba poco para irse de la lengua.

—Echamos de menos a Tess —fue la respuesta que recibió por fin.

—¿Tess? —Frunció las cejas y las miró todavía más confundido—. ¿Quién es Tess?

—Nuestra profe —respondió Krissy con una vocecilla estrangulada—. Pero ya no. La han despedido.

Oh, mierda.

Ben dejó caer los párpados y mantuvo los ojos cerrados durante unos cinco segundos.

Soltó un gruñido hacia sus adentros, antes de atreverse a lidiar de nuevo con sus miradas desconsoladas. 

Mierda.

Así que Tess era la jovencita que le había jodido la siesta la semana pasada y, no contenta solo con eso, encima le había insultado en su propia casa y lo había acusado de ser un mal padre por no estar pendientes de las… ¿cómo dijo? Ah, sí, las emociones de sus hijas. Cojonudo.

—¿Y la echáis de menos? —susurró con voz rasposa.

—Mucho —aseguró Amelia—. Tess era guay. La señora Plunkett no nos gusta. Le apesta el aliento y siempre nos castiga, aunque no hayamos hecho nada. Para cuando lo hagáis, dice siempre.

Ben hizo una mueca hacia sus adentros. ¿Era un mal padre por considerar que esa era la descripción más acertada para referirse a una maestra infantil?

Esa señorita Tess era demasiado joven e inexperta como para hacer frente a una clase llena de niños traviesos.

Jesús, no le extrañaba que sus hijas mordieran como pirañas.

Seguro que la señora Plunkett sabría gestionarlo mucho mejor. Sin duda, tenía experiencia y mano firme, y eso era justo lo que necesitaban sus descarrillados retoños, no a una jovencita hippie incapaz de gestionar sus… emociones, como bien había demostrado con aquel inadecuado estallido. 

—Dadle una oportunidad a la señora Plunkett —intentó convencerlas, rezando para que ellas no se fijaran en sus ojos llenos de culpabilidad—. A lo mejor os sorprende.

—Yo quiero a Tess —farfulló Krissy, antes de desplomarse contra su pecho y rodearle el cuello con sus delgados bracitos en busca de consuelo.  

Ben se sintió fatal al verla llorar así por una profesora a la que él había hecho que despidieran. Caramba, ¿cómo iba a saber que sus hijas le tenían tanto cariño?

Él siempre había odiado a sus profesores.

«Claro que ninguno se le parecía a Tess…», tuvo que admitir hacia sus adentros. 

La señorita Monroe tenía unos ciento veinticinco años, gafas que parecían el culo de una botella y era muy dada a los castigos corporales.

Teresa era un ángel en comparación. Por eso le había hecho tanta gracia que ella se presentara, muy solemne, como la señorita Zagorsky, del colegio. Para él, cualquier señorita que fuera maestra, se le parecía a la señorita Monroe.

Así que, sí, esperaba a una solterona irritable, con los labios siempre apretados en un gesto de severidad y cara de sufrir estreñimiento crónico.

Alguien como la señorita Monroe jamás hubiera ido a casa de los padres para comunicarles que su hijo había mordido a otro niño, ni mucho menos les habría sugerido que se sentaran a hablar con el fruto de sus entrañas o que intentaran comprender sus emociones.

La señorita Monroe habría usado el reglazo para enderezar un mal comportamiento: en la palma de la mano si no había sido una falta demasiado grave o en las yemas de los dedos, justo donde crecen las uñas, y poniendo la regla de perfil si es que ese niño era la encarnación del príncipe de las tinieblas.

Ben casi siempre era la personificación del mal a ojos de su maestra, y en aquel momento se alegró mucho de que la señorita Zagorsky no tuviera nada que ver con aquella vieja bruja ni con sus métodos hitlerianos de adiestramiento. 

Había que darles la razón a sus hijas: Tess era guay.  

Y era evidente que se implicaba mucho. Había ido hasta su casa solo para hablar con él.

Pero eso no quitaba todo lo demás, se empeñó en mantenerse firme. ¿Con qué derecho le acusó a él de descuidar a sus hijas? ¿Qué sabía ella sobre su vida?

Y mencionar a la señora Dupont… Eso sí que fue el colmo de los colmos.

No había nada más que decir al respecto. Tess se había pasado de la línea, se le había olvidado cuál era su lugar como maestra y su despido había sido más que merecido, joder.

Entonces, ¿por qué se sentía como lo que ella dijo que era, un capullo?

Rechinando los dientes para acallar su molesta consciencia, apretó el sollozante cuerpecito de Krissy entre sus brazos y le frotó despacio la espalda para tranquilizarla.

—Qué tal si os dejo cenar pizza, ¿eh? —les propuso con un entusiasmo que se agrió encima de su rostro ante las caras enfurruñadas que pusieron ellas—. No estaría mal un poco de flexibilidad de vez en cuando, ¿sabéis? Aunque estéis cabreadas, podéis disfrutar de una buena cena, ¿no?

Las dos encogieron las pupilas como si pretendieran fulminarle con sus miradas. Ben apretó los labios.

—Ya lo pillo. No queréis pizza.

Sus caras se volvieron aún más adustas.

Ben suspiró.

Volver a la normalidad no iba a ser tarea fácil, pero seguro que acababa consiguiéndolo. A fin de cuentas, él era su padre y esa señorita Tess solo una profesora que habían tenido durante dos años.

Estaba chupado. Las llevaría a ver un partido de béisbol. ¿A qué clase de crío no le gustaría ver un partido de béisbol en directo? Claro que sí. Los tres con gorras a juego, comiendo perritos calientes.

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