El sutil arte de j*derlo todo: PRIMEROS CAPÍTULOS

Las leyes de Luz

  1. Un gilipollas no nace. Se hace.
  2. Los gilipollas son como la lactosa. Producen intolerancia.
  3. Si una gilipollez puede ocurrir, ocurrirá sin duda alguna.
  4. Un gilipollas presuntuoso atrae a otro gilipollas presuntuoso. (Teoría de la gilipollez)
  5. Un gilipollas es un ser humano que hace muchas gilipolleces.
  6. La gilipollez es tan infinita como el tiempo y el espacio.
  7. Negar que eres gilipollas solo demuestra lo gilipollas que eres en realidad.
  8. Los amigos vienen y se van. La gilipollez se queda para siempre.
  9. Si sobre un ser humano no actúa ninguna fuerza divina, este permanecerá por siempre jamás en un estado de gilipollez profunda.

Una buena noticia siempre viene acompañada de una hostia en la cara

Estoy en esa edad en la que mi mayor satisfacción en la vida es descubrir que la máquina expendedora del trabajo acepta el pago con tarjeta.

¡Va en serio! Esto es muy grave. Casi la culminación de una crisis existencial. 

En la veintena creía que a los treinta iba a tener la vida resuelta. Todo encajado. Las respuestas, preparadas.

Pero, Dios sabe cómo, llegas a los treinta y tantos y un día, mientras esperas el horrible café de la máquina del trabajo, te das cuenta de que todo lo que te han contado de pequeña es, en realidad, una mentira piadosa.

¿Qué respuestas? ¡Si todavía no te han quedado claras las preguntas!

Esperaba, qué sé yo, aventuras, romances, una vida tan apasionada como la de Elisabeth Taylor… Con galanes como los suyos, evidentemente.

¿Y qué he conseguido hasta ahora?

NA-DA. Un cero patatero.

¿Aventuras? No me hagáis reír.

Cierto es que una o dos veces al año me aventuro a entrar en el Primark de Gran Vía, pero, vamos, que Indiana Jones no soy, ya os lo digo yo.

¿La vida febril de una diosa del sexo? ¡Ja!

Si Elisabeth Taylor hojeaba de vez en cuando libros de autoayuda en su librería favorita cuando nadie la estaba observando, entonces sí.

¿Romances? A ver cómo os lo explico.  

Estoy a un paso de marcar la casilla bah la próxima vez que Hacienda me pregunte por mi estado civil en algún formulario estúpido.

(¿No hay una casilla bah? ¡Pues debería! Estamos cada vez más bah en el ámbito sentimental).

(¿Y por qué será que lo preguntan, de todos modos? ¿La gente casada tendrá más ventajas fiscales? En cuyo caso, me opongo. ¡Pedro Sánchez, dimisión!)

Mantengo una relación monógama con el chocolate, eso sí. Tenemos exclusividad y todo.

Ay. ¿A quién pretendo engañar? ¡No hay ningún lado bueno de las cosas!

Mi existencia es monótona, mi trabajo no me llena en absoluto y lo más cerca que he estado del amor romántico en el último año ha sido cuando me colé por aquel policía municipal.

Sí, ya sé que pinta bien el asunto. El problema es que el policía, en vez de ojitos, me estaba poniendo una multa.

Y no, no fue por coqueteo descarado (aunque admito que sí se produjo dicha infracción), sino porque iba a ochenta kilómetros por hora en una zona limitada a cincuenta.

A Dios gracias de que no me retirara el carné de conducir. Con el esfuerzo que costó sacárselo.

Básicamente: pero ¿¿qué hace?? ¿Está loca? ¿Quiere matarnos a todos? ¡¡Baje del coche ahora mismo!!

 (Eso, las primeras cuatro veces. La quinta, un inconsciente de Tráfico decidió que yo era apta).

Menos mal que el agente Buenorro fue algo más razonable. No me gritó ni nada. Se limitó a ponerme la multa. ¡Y sin retirada de puntos! ¿Os lo podéis creer? Más majo, imposible.  

Eso sí, hubo sermón. Se puso muy serio conmigo. Usó palabras como temeraria e imprudente.

Estuve a un paso de interrumpir su rapapolvo para explicarle lo de la redundancia, pero estaba demasiado bueno como para querer avergonzarlo por un léxico deficiente y, además, no quería que me multara también por desacato.

Ay, cómo me ponía su actitud grave y esa forma sexy de fruncirme el ceño. ¡Qué par de ojazos oscuros! (Muérete de envidia, Harry Styles). ¡Y qué poder tan enérgico irradiaba de él!

Ufff. No pude quitarle los ojos de encima mientras él…

¡De acuerdo!, apuntaba con profesionalidad la matrícula de mi coche.

Para mí, que fue amor a primera vista.

El amor a primera vista es como cuando te golpean con una pala en la cara. Zas.

Puede que se te quede mueca de lela, tipo Little Nicky, pero tus ojos lo ven todo bajo la idílica luz del enamoramiento. Vuelan mariposas, el sol brilla en lo alto del cielo, podrías alargar la mano y agarrar sin ningún esfuerzo uno de los corazones que flotan alrededor de tu amorcito…

Por desgracia, mi amorcito estaba casado. Me lo soltó sin preámbulos cuando mis insinuaciones se volvieron bochornosas.

Hala. Otra pala.

Ya no vuelan mariposas, ya no quedan rosas, como diría Aitana.

La buena noticia es que con la segunda pala se te vuelve a quedar el mismo careto de atontada que tenías antes de enamorarte.

Ca-sa-do.

Tres sílabas que le cortan el rollo a cualquiera.

Me hundo, desencantada, en mi silla de escritorio, sorbo un poco de este raticida al que llaman café y me pregunto cómo sería estar casada con alguien tan buenorro.

Maravilloso, imagino. Una tremenda sensación de triunfo femenino.

Aunque también estará la inseguridad, no todo van a ser ventajas, ¿no?

Porque, a ver, a un tío feo nadie tiene interés en soplártelo, a no ser que se trate del futuro monarca del Reino Unido. Pero, a un guaperas…

No sé yo. Ya me estoy viendo a mí misma con la lupa de Sherlock Holmes y decenas de preguntas sin respuesta zumbando a mi alrededor como mortíferas avispas asiáticas dispuestas a picarme cuando menos me lo espero.

¿A qué hueles?

¿De dónde vienes?

¿Diez minutos para comprar el pan? Si en el chino nunca hay cola.

Tú no te habrás estado liando con la pija del tercero en el ascensor, ¿no? ¡Confiesa ahora mismo!

Párpados entornados con sospecha, música de peli de Hitchcock, yo olfateando su ropa en busca de cualquier débil rastro de feromonas femeninas…

Hombre, vivir con la duda toda la vida tampoco es fácil, ¿eh? Casi mejor casarse con un tío normalito que se tire pedos. A ese, aunque alguna le eche el ojo, te lo devuelven en un cuarto de hora como mucho.

Digo yo.

¿No?

—Eh, Luz. Pst. ¡Luz!

Dejo de mirar ensimismada la pantalla en blanco de mi ordenador, parpadeo para despejarme y levanto el rostro hacia Pili, compañera de trabajo y amiga, cuya cabeza de rizos pelirrojos asoma por encima del cubículo que delimita nuestros… llamémoslos despachos, que me siento generosa hoy.

Me parece que voy a necesitar gafas de sol (nada de resaca, malpensados, es que ayer saqué una Coca Cola de la máquina expendedora a las siete de la tarde, craso error para los que sufren insomnio crónico, y no pegué ojo hasta las tres. Así es cómo descubrí lo del pago con tarjeta…)

Me cuesta más de lo habitual enfrentarme a este alegre duendecillo irlandés que tengo por compañera.  

Pili, en la treintena profunda como yo, tiene el don de usar prendas de ropa tan extravagantes que Desigual parece una marca conservadora al lado del vestido multicolor y multi… todo que me lleva hoy la muchacha.

Y, no vaya a ser que la ropa le diera un aspecto un tanto anodino, ha apostado también por dos de sus complementos favoritos: el pintalabios rojo echado en abundancia y una cinta de pelo de color verde chillón.

De ahí que yo la llame el duendecillo irlandés. A ella le hace gracia el apodo. Se me ocurrió el año pasado en San Patricio. ¿Hace falta decir que las dos habíamos bebido de más?

—¿Te has enterado?

Arrugo la cara, sin tener ni idea de qué chismorreo me habré perdido por llegar tarde esta mañana y luego estar liada con las gilipolleces de siempre.   

—Nop. ¿De qué?

Sorbo ruidosamente el brebaje no apto para el consumo humano y estudio su cara con curiosidad, preguntándome por qué se la ve tan satisfecha.  

—Irrrrrina acaba de presentar su dimisión.

La noticia pasa a través de mí como si fuera una descarga eléctrica que me empuja hacia atrás en la silla.

—¿Que Irrrrrrina ha hecho qué?

(Pili y yo ponemos siempre acento soviético al decir el nombre de nuestra jefa. Nunca delante de ella, claro. Aún no le hemos confesado que la llamamos Stalin a sus espaldas).

—Lo que oyes.

En mi cabeza se encienden todas las alarmas. ¡Alerta! ¡Camaradas, a vuestros puestos! ¡Cierren las puertas! Close the gates!

No, en inglés no, que no nos gustan los capitalistas.

Cierrrrrren las puerrrrrrtas. ¿Qué? Pues claro que hablo ruso, joder. Si yo soy una persona erudita, con un máster en Periodismo.

Gilipolleces aparte y para que nos entendamos: Irina nació para gobernar este sitio con puño de hierro. Lo digo muy en serio. La posibilidad de una dimisión es casi desternillante.

Hot News, la revista digital en la que Pili y yo entramos a trabajar el mismo día, cuando aún éramos becarias, jamás volverá a tener a una empleada tan aplicada como ella. Siempre es la primera en llegar y la última en marcharse, la jodía.

Y como se te ocurra irte a las siete de la tarde (se supone que nuestra jornada acaba a las cinco, jajaja), prepárate para enfrentarte a la mirada siberiana de Irrrrrina.

Créeme, no quieres que te fustigue con esos ojos azules, gélidos como una noche de invierno en su Rusia natal.

Yo intenté una sola vez escabullirme a las siete menos cuarto. Llevaba muy poco tiempo en la revista y todavía no estaba al tanto de que apagar el ordenador casi dos horas después de que hubiera acabado tu jornada laboral fuera pecado capital.

Tranquilos. Me bastó un segundo para comprenderlo.

En serio, Medusa debió de ser discípula de Irina, porque la mirada con la que me atravesó aquella fatídica tarde no solo suprimió cualquier idea, presente o futura, de rebelión barra deserción, sino que me hizo volver a desplomarme en la silla hasta dos horas más tarde, cuando la necesidad de ir a orinar se volvió inaguantable.  

Desde entonces, me quedo hasta las ocho, haya o no trabajo que hacer.

Irina no lo sabe (sería capaz de mandarme a Siberia si lo supiera, a cavar en alguna mina de sal), pero Amazon ofrece la posibilidad de leer libros en la nube y, cuando no tengo nada mejor que hacer, me conecto desde mi portátil y leo hasta que me empiezan a escocer los ojos. Soy una apasionada de la novela romántica y de todos sus subgéneros.

Claro, ahora entiendo que ande sin novio a los treinta y tantos. Tengo el listón demasiado alto. 

—Veo que estás digiriendo la noticia.

Vuelvo a parpadear por debajo de las gafas para quitarme la tontería de encima. Aquí no hay highlanders ni jefes buenorros por los que perder la cabeza (¡y las bragas!). Solo está Pili, con su estrambótica forma de vestir.

Y, por supuesto, la noticia.

Qué digo, la noticia. EL NOTICIÓN, joder, ¡¡la exclusiva del año!!

En directo desde Madrid: Irrrrrina ha desertado. Repito. Irrrrina ha desertado. ¡Alarma nacional! ¡Pedro Sánchez, dimisión!

—Tiene que ser un error.

—De error, nada, monada. Mi fuente es segura. Coño, nada más ni nada menos que la Paqui. Como no lo sepa esa…

La Paqui es la jefa de recursos humanos, la única cabrona de toda la empresa que goza del privilegio de salir a las cinco.

Claro que eso se debe a que empieza a trabajar dos horas antes que todos los demás. Un asunto de conciliación familiar.  

Irina no está muy satisfecha con el arreglo, pero no le quedó otra que ceder. Se lo pidió el mismísimo Raúl.

Raúl es el vértice de la pirámide laboral, el fundador de la revista.

Aunque juraría que incluso él le teme un poquito a Irina. Sobre todo, cuando lo increpa:

—¿Qué? ¿Otra vez dos horas para comer? Ya me gustaría a mí ser como tú de mayor, ya, pero alguien tendrá que trabajar por aquí. ¿A qué hora se supone que vuelves a la oficina?

Siempre he creído que Irina y Raúl están liados. Si no, no me explico que ella sea tan descarada con el jefe. Él está casado, pero, en fin, cosas peores he visto.

—¿Estás segura de que Irrrrrina se ha ido? ¿Completa y absolutamente segura? Disculpa que ponga en duda la autenticidad de la noticia, pero me parece más probable que el Ártico estalle en llamas.

Pili hace una mueca.

—Va en serio. Se ha peleado con Raúl. Al parecer entró en su despacho hecha una furia y lo siguiente que sabemos es que se largó a las doce de la mañana con su cactus entre las manos.

Por supuesto, Irina tiene un cactus. La planta que mejor encaja con su personalidad.

—Jooo-der. Pues sí que es raro que ella salga de la oficina antes de las nueve de la noche, ¿no?

Lo digo porque Irina parece estar más a gusto aquí que en ninguna otra parte. Incluso cuando le toca cogerse vacaciones, viene a trabajar.

Si es cierto que ha dejado la revista, creo que eso solo augura una catástrofe natural del tipo los dinosaurios se van a tomar por culo ya. Me temo que el mundo, tal y como lo conocemos, cambiará para siempre.

Aunque también creía eso con la pandemia, así que tampoco es que sea yo una fuente muy fiable.

Cuando nos encerraron, pensé que algo tan fuerte como eso marcaría un antes y un después; nos haría ser mejores, una comunidad de personas que cuidan las unas de las otras.

Solo había que vernos en los balcones, aplaudiendo emocionados. Ay. Pobres corderitos.

¡Sí! ¡Merecemos una segunda oportunidad!, parecían suplicar nuestras vocecillas estranguladas cuando cantábamos el Resistiré.

Casi tres años después, resulta que somos más gilipollas que nunca. ¡Seguimos circulando por el carril del medio de las autopistas a ochenta kilómetros por hora!

Lo siento, pero, para mí, esa es la definición suprema de GILIPOLLEZ.

Escribiré a la Real Academia para que lo incluyan en el diccionario.

¿Será que sufro lo que denominan desencanto millennial? ¿TODO me viene mal?

—Pero, anímate, ¿no? —La voz quejumbrosa de Pili atrae de nuevo mi mirada hacia la suya—. Con Stalin fuera del panorama, podremos irnos a las cinco. Y los viernes, a las dos. Ya sabes que Raulito no vuelve después de comer.

—Ya… No, si animar, yo me animaría, Pilin. Pero la vida me ha enseñado que una buena noticia siempre viene acompañada de una hostia en la cara. Y yo me mantengo escéptica porque no sé lo mucho que me va a doler esta vez. Si tengo un seguro del coche, ¿por qué no tener también un seguro antihostias?

—Ay, Luz, hija, de verdad. ¡No se puede ser tan agorera! Disfruta un poco de los pequeños placeres de la vida, ¿no?

Me arrellano en la silla y empiezo a juguetear con el lápiz, lo giro pensativa entre los dedos, bajo la mirada desencantada de mi amiga.

—Ya, ya. Mira, no, lo de disfrutar a mí no me termina de convencer. Yo mejor me aferro a mi desconfianza que luego las hostias duelen mucho.

Pili sopla aire por la nariz y se desploma en su silla, al otro lado del cubículo. 

—Así no se puede, coño —la oigo refunfuñar para sí mientras teclea como una desquiciada. Lo más probable es que esté actualizando su cuenta de eDarling —. A mí este pesimismo me quita las ganas de vivir.

—Pon en tu perfil que eres optimista.

—¿Y tú cómo sabes lo que estoy haciendo? No le habrás hecho un agujero a la mierda esta de panel…

Demonios. ¿Cómo es que nunca se me ha llegado a ocurrir? Si yo para las capulladas soy la reina.

Un gilipollas presuntuoso atrae a otro gilipollas presuntuoso

A veces me preguntó cómo acabé aquí.

Supongo que fue la crisis.

O la mala suerte.

O el mal de ojo que me echó esa cabrona cuando me negué a comprarle una rama de romero.

(¿Qué te habría costado, eh, Luz?)

Solo sé que un día cruzaba las puertas de la Facultad de Periodismo con esas ganas de comerme el mundo y ese idealismo tan típico de la veintena, y al día siguiente estaba aquí.

Justo aquí.

Mirando esta misma pantalla como si intentara atravesarla.  

Iba a ser algo temporal. Hasta que me llamaran de la Sexta.

El problema es que me quedé atascada, ¿quizá por la anchura de mis caderas?

Como sea, los años fueron pasando, si bien el escenario a mi alrededor se mantuvo siempre invariable. Mismo puesto de trabajo, mismo despacho, si es que a este mísero cubículo de tres metros cuadrados se le puede conceder tal epíteto.

En mi primer día aquí, hace ocho años ya, compré una planta.

Dos meses después, tuve que lamentar su fallecimiento por falta de luz natural.

Fue entonces cuando empecé a comprender lo deprimente que se estaba volviendo mi existencia. Que mi idealismo cayera en picado fue una consecuencia natural del desencanto.

A estas alturas de la treintena, ya he aceptado no solo que no trabajaré nunca en la Sexta, sino que incluso aquí, en este sitio cutre y polvoriento, seré siempre la última mierdecilla (volveré sobre este asunto más adelante); la periodista a la que le encargan los artículos más absurdos de la actualidad.

Que no son pocos. La gente es muy gilipollas, hacedme caso que os lo digo con conocimiento de causa.

Año tras año, he visto ascender a compañeros ni la mitad de preparados que yo, mientras que a mí me dejaban en el mismo cubículo de siempre, con mi planta seca y mi recién estrenada miopía (falta de luz natural), enterrada en noticias absurdas que a ningún periodista serio le pedirían que tomara en cuenta.

¡Eso amargaría a cualquiera!

A algunos los convertiría incluso en maníacos homicidas…

Yo no me he cargado a nadie, y no precisamente por falta de ganas, sino porque sospecho que el naranja de la cárcel le sentaría fatal a mi palidez cadavérica.

Solo me enganché al chocolate negro del Mercadona, el que viene en porciones individuales y se te derrite en la boca (mmm…), mi único placer en la vida, aparte de la ducha, que de todos modos acorto cada vez más porque nos estamos cargando los recursos naturales del planeta con nuestra gilipollez.

Mi padre siempre ha presumido de tener una hija moderada.

Si es que no sirvo ni para desmelenarme. Podría haberle dado al fornicio, como la tía Tere, que después del divorcio está desatada o eso se rumorea por la aldea, pero parece ser que lo único que me anima a mí es ver Netflix en mis ratos libres.

Qué aburrimiento, ¿verdad?

Soy una viejoven, como se nos llama hoy en día a los que preferimos estar tumbaditos en el sofá viendo la tele en vez de fornicar con un desconocido de Tinder cuya situación mental nos quedará bien clara cuando EMPIECE A ESTRANGULARNOS.

Lamento si valoro mi vida lo bastante como para no exponerme a tanto peligro tecnológico.

Aunque la prudencia no me hace sentirme feliz. Todo lo contrario. Me hace ser muy, muy, muy infeliz.     

Tan infeliz que, al cumplir los treinta, toqué fondo y sufrí una sobredosis de chocolate que me hizo ingresar en… ¿rehabilitación?

No lo flipéis. Lo que hice fue apuntarme al gimnasio como la gente normal y sensata.  

Corrí por esas cintas como un hámster de laboratorio enganchado a las metanfetaminas. La furia me daba fuerzas.

Tanto sacrificio, tantas fiestas universitarias que me había saltado para quedarme en casa a estudiar, tanto tío bueno que NO me había tirado…

Aaaaaaaaaaaaaaaa. ¿De qué me estaba sirviendo todo eso ahora, a ver? ¡Si es que yo quería ser como Ana Pastor!

No la del Congreso, la de la Sexta.

Aunque, dado el periodismo basura al que me dedicaba, y que de manera extraordinaria tenía su público (¡panda de dementes!), era indigna hasta de limpiarle los zapatos.

Mis amigos, para consolarme, le echaban la culpa a la crisis de los treinta.

Sin embargo, todos sabíamos que mi problema era que me había dado de bruces con la realidad. La famosa hostia en la cara. Joder cómo dolió. Asimilar que has fracasado en todos y cada uno de los aspectos de tu vida no es tan fácil como parece.

La frustración no me concedía ni un segundo de tregua. Me sentía como una caldera cuya aguja se aproxima cada vez más deprisa a las temperaturas pintadas en rojo. 

¡Peligro!

¡Alarma!

¡Gobierno, dimisión!

El recuerdo de las noches sin dormir y las neuronas que había malgastado para sacarme el máster no dejaba de atormentarme. A mi alrededor todo parecía un recordatorio de que estaba estancada en un puesto sin importancia y con cero posibilidades de dejarlo atrás.

En mi trabajo solo promueven a la gente menos competente y mejor relacionada de todos.

Aquí no hace falta tener cerebro. Basta con que tengas pene o, en su defecto, contactos.

Y, si hay algo que funcione mejor que estar bien relacionado, tener un órgano viril o ser miembro del Opus Dei, es saber hacerle muy bien la pelota al cretino de tu jefe.

Eso es lo que peor llevo de este lugar: mi jefe, Ernesto, el editor ejecutivo, un lerdo cuya actitud roza peligrosamente el acoso laboral. 

Y no solo que sea un lerdo. Oh, no. Eso habría sido demasiado bueno para ser verdad, casi un té con pastas que te sirven a las cinco de la tarde cuando empieza a entrarte ya el gusanillo.

El problema es que el lerdo, encima, es mezquino, presuntuoso, faltón, tacaño, ineficaz y, sin duda alguna, ¡un cero en la cama!

Porque esa actitud de amargado que se trae ha de tener una causa bien arraigada, y para mí que es una picha corta.

O quizá sea cosa de la disfunción eréctil. Mejor sopesar ambas posibilidades. 

Incluso puede que la tenga corta y, para colmo, no se le levante.

Hum. Eso explicaría un par de cosas.

Por cierto, ¿es esto un comentario sexista?

¡Y qué más da!

Cada día me toca morderme la lengua para no vomitar todo esto contra su careto de rata almizclera. Por falta de ganas no va a ser.

¿Qué estaba diciendo antes de enzarzarme en un debate ético sobre si es sexista o no mencionar la disfunción eréctil de Ernesto?

Ah, sí, os estaba contando mi vida, sí. Que tampoco hay mucho que contar, ¿eh?

Si es que llevo el fracaso reflejado en la mirada. La gente incluso me cede su asiento en el metro, tan desanimada me deben de ver.

Hay personas que tienen una carrera exitosa, y luego personas que tienen una relación de pareja ideal.

Luego estoy yo, que soy una nini. Ni una cosa ni la otra.

Lo único que hay de bueno en mi vida son mis amigos. Algo es algo, ¿no?

He escuchado relatos escalofriantes sobre personas triunfadoras que murieron en sus casas, solas, y fueron devorados por sus gatos.

O las cucarachas, que también pasa mucho hoy en día con tanta sobrepoblación que hay en las grandes ciudades.

Sí, ya sé que es el consuelo del tonto, pero dejadme que disfrute un ratito, ¿no?

—Luz, nuevo encargo para ti.

Compruebo la hora en el ordenador, exhalo aire, aburrida, y luego giro mi silla hacia Carlos, el asistente de Ernesto, al que encuentro de pie en mi minúsculo cubículo, en mangas de camisa y con una sonrisa de maligna satisfacción impresa en la cara.

—Son las cinco de la tarde —informo con absoluto rigor periodístico.

—¿Y?

—Bueno, pensaba que, ahora que Irina ya no está…

Puede que tuviera la pequeña esperanza de que, con la jefa de redacción fuera del panorama, esto se volviera un sitio menos deprimente en el que trabajar.

Ahora es cuando viene la hostia en la cara, ¿a que sí?

—Ay, Luz. Así no vas a llegar a ninguna parte. ¿Tú crees que Évole le diría a su jefe perdona, tío, no puedo cubrir lo de la guerra en Ucrania porque son las cinco de la tarde y me tengo que marchar?

Ja, ja, ja. Qué gracia. O D I O a Carlos. Es igual de gilipollas que su jefe.

Claro, un gilipollas presuntuoso atrae a otro gilipollas presuntuoso. La teoría de la gilipollez. Si no la están estudiando ya en Harvard, no sé a qué demonios están esperando.  

—No, Évole no diría eso. Pero no es comparable.

—Ah, ¿no? ¿Por qué?

Estoy a punto de recordarle que mi sueldo ni de lejos se aproxima al de Jordi Évole, probablemente el periodista más célebre del país, pero sé que en esta empresa no ven con buenos ojos que hablemos de dinero.

A nuestros jefes les encanta pensar que estamos todos aquí por amor al arte y no porque tengamos alquileres y letras del coche que pagar.

Así que opto por la versión más sensata.

—Porque no es lo mismo cubrir una noticia sobre una guerra a las puertas de Europa que una sobre…

Observo insistente el post-it que trae en la mano.

—Vacas —responde Carlos a mi expresión interrogante.

Arrugo mucho la cara.

—¿Vacas?

Esto es demasiado, incluso para mí.

—Vacas alemanas.

Vacas alemanas.

Nada más que añadir al respecto.

¿Puedo ir a tirarme ya por un puente, o tengo que esperar hasta las ocho, como cuando Irina aún merodeaba por aquí?

Si algo no te gusta, cámbialo. Puff. ¿A qué gilipollas se le habrá ocurrido?

—Lo siento, lo siento, lo siento —articulo desde la puerta, levantando las dos manos a modo de disculpa.

Mis amigos me reciben con una mueca entre condescendiente (Sara) e irritada (Inma y Samu).

Como de costumbre, soy la última en llegar.

Incluso Inma, madre soltera trabajadora que nunca encuentra niñeras que aguanten al demonio de su hijo (engendrado sin duda con la semilla de Satán, porque a ver de dónde van a sacar tanto esperma en el banco de semen de Madrid) se las ha apañado para estar aquí antes que yo.

—Lo siento —me lamento otra vez, encogida de vergüenza. Llego con casi cincuenta minutos de retraso.

En algo sí que coinciden todos: en negar con aire lastimero.

Puff.

A veces me imagino lo que dirán sobre mí a mis espaldas: a la pobre Luz la tienen explotada. ¡Claro que está soltera a sus treinta y muchos! ¿Quién va a querer aguantar a una mujer que se pasa el día entero quejándose de su jefe?

No es ningún secreto que mis amigos no aprueban mi estilo de vida. Samu no deja de insistir en lo mismo. Si algo no te gusta, cámbialo. Por favor. Como si fuera tan fácil.

¡Claro que quiero cambiar mi vida, joder! Ni que fuera yo gilipollas.

Pero a ver cómo lo consigo sin prescindir de la seguridad financiera que me aporta el tener un empleo estable. ¿A que no se puede? Mejor pájaro en mano, ¿no?

Y esto se lo he dicho a Samu montones de veces, que de pequeña mi madre y yo estábamos dando tumbos de casa en casa y de ciudad en ciudad, hasta que ella pegó el braguetazo del siglo y se casó con el führer de Aravaca; que yo no quiero esa vida de mujer florero para mí; que tener dinero propio, aunque sea un sueldo de mierda, me hace sentir a salvo y todo lo feliz que alguien en mi situación podría llegar a estar; que mandar a mi jefe a tomar viento fresco no haría más que lanzarme a una dimensión inexplorada y llena de peligros que no me apetece enfrentar a mi edad; que yo no soy tan guapa como para pegar braguetazos…

Se lo he dicho y se lo he subrayado, pero mi irritante amigo Samuel es más pesado que una mosca a la hora de la siesta. Si algo no te gusta, cámbialo. 

No te jode…

Todo apunta a que hoy va a ser uno de esos días en los que mis amigos me van a dar el sermón y yo fingiré que me lo voy a tomar en serio esta vez.

Cosa que nunca hago. Me gusta tan poco arriesgar mi seguridad financiera que sé a ciencia cierta que me acabaré jubilando en este trabajo asqueroso y que en mi lápida pondrán: aquí yace una mierdecilla que aguantó durante cuarenta años a un jefe egomaníaco. Murió de agotamiento crónico.

Y estupidez, añadiría un anciano Samu con un rotulador permanente comprado en el chino de su barrio. En serio, este chico va a enterrarnos a todos. Los problemas se la sudan por completo. Quien fuera Samu, ¿no?

Uf. Y este griterío que hay en el bar, ¿qué?

Me están poniendo la cabeza como un bombo. ¿Por qué tanto empeño en comunicarnos a gritos? Esta noche, Chueca parece un mercadillo callejero de Bombay. Es como si hablar en voz baja y sin molestar a los marcianos (que seguro que nos escuchan berrear desde ahí, los pobrecitos míos) fuera de mala educación hoy en día.

Otra cosa más que creí que cambiaría con la pandemia, pero no, la misma gilipollez de siempre. ¿De verdad crees que lo que estás diciendo interesa al resto de gente del local, tío paleto?

Ay. Sí que estoy muy desencantada de la vida, ¿eh? Soy la viva imagen del desencanto.

Con el abrigo en la mano, atravieso el bar lo más rápido que puedo dada la aglomeración.

Lo cual no es nada fácil.

Si voy de frente, no quepo entre las mesas. Si me pongo de perfil, mi bolso abofetea a la gente. Tengo el gran talento de conseguir que las cosas sencillas se vuelvan muy complicadas.  

Encrespada por tantos contratiempos, aferro bien el bolso y el abrigo e intento abrirme hueco casi a codazos entre la turba de gente que se amontona en la barra.

Estoy segura de haberlo logrado y, de hecho, solo me quedan unos diez pasos para alcanzar nuestra mesa, cuando, de repente, se desata el caos que me sigue allá adónde voy.

Tropiezo contra la silla de alguien y lo demás se vuelve inevitable: empujo a una rubia que, a su vez, derrama el vino (¡tinto!) sobre la blusa blanca de la morena que tiene al lado, golpeo sin querer a la camarera con el codo, desestabilizándole la bandeja llena de botellas de licor, que se salvan por los pelos, gracias a la colaboración ciudadana, y, encima, piso a un tío engominado con fachaleco (según Samu: prenda de ropa que usan los cayetanos), que me grita un ¡oye, cuidado, joder! y me mira como si yo fuera el Anticristo.

(Más o menos, la misma cara que suelo ponerle yo al hijo de la Inmi).

Y ni siquiera puedo disculparme con ninguno de ellos, porque empiezo a tambalearme sobre mis tacones de ocho centímetros y a aletear como un pavo desquiciado, y por poco aplasto el cráneo de un niño que, por algún motivo, está jugando en el puto suelo de un bar de copas a las nueve de una noche de jueves.

¡¿Dónde están los de protección del menor cuando se les necesita?!

No sé cómo consigo pegar un salto por encima de la criatura un momento antes del fatídico impacto y aterrizar al otro lado con la destreza de un felino elegante.

Hala. Estoy impresionada conmigo misma.

Mis amigos primero sueltan una ovación de espanto y luego otra de admiración entremezclada con alivio.

Teniendo en cuenta mi don natural para liarla parda, el mocoso se ha librado de una buena. Y yo, de un doloroso esguince.

Estoy tan aliviada de no habérmelo cargado, ni haberme roto nada, ni haberle prendido fuego al local por error con todos nosotros dentro, que ya ni siquiera me digno a mirar con odio a sus ineptos padres. Me limito a arrastrarme hasta la mesa lo más rápido posible y sin derrumbar a nadie más por el camino.

—La Virgen Santa, qué torpe está la gente hoy.

Dicho esto, me desplomo con aire desbordado en la única silla libre de todo el bar y dejo caer al suelo el bolso y el abrigo. No quiero tener ninguna atadura más.  

—¿Agua? —me ofrece Samu después de recoger mis pertenencias y acomodarlas en el respaldo de su silla.

¡Ginebra! —exclamo escandalizada, arrancándole una sonrisilla burlona—. El agua del grifo te la bebes tú. A mí me preocupan las lombrices.

—Ugh. ¿Por qué tienes que decir cosas asquerosas siempre?

—Porque soy periodista de investigación y sé de lo que estoy hablando.

—¿Cuál ha sido la urgencia esta vez? —Inma, rubia de pelo rizado y una delgadez fibrosa tipo atleta que participa en las olimpiadas (¿por qué lleva una camiseta de tirantes en pleno mes de diciembre?), se vuelve hacia mí después de hacerle un gesto a la camarera. El arrebol de la ginebra se le nota en los mofletes—. ¿El rescate de un gato?

Me coloco las gafas, redondas y metálicas, muy grandes, sobre la nariz y los miro a los tres con cara de pocos amigos.

Mira, ojalá hubiese sido el rescate de un gato.

O un artículo sobre gente que asegura haber cogido lombrices por beber agua del grifo, si bien no existen estudios que avalen tal afirmación. 

—Los pedos de noventa vacas han causado un incendio en Alemania —informo con todo el rigor periodístico que consigo reunir. Mis amigos estallan en carcajadas. Los reprendo con la mirada—. ¡Hablo en serio! ¿De qué os reís? ¡Ha ardido todo el pajar! Y la víctima, una vaca llamada Milka, ha tenido que ser atendida de urgencia por los sanitarios. Pobrecita. Solo había que ver cómo mugía. Me chupé el reportaje entero en YouTube, cortesía de la revista digital que cubrió el caso. Aunque no entendí nada. Hablaba en alemán. El reportero, digo. La vaca, evidentemente, no hablaba. Ella solo, en fin, decía mu, que es universal, ¿no? Como el miau. O el pispispis. A los gatos se les llama así en todas partes.

Me siento un poco incómoda por el silencio que se instala después de mi aclaración. Ya nadie se está riendo. Están muy serios los tres. Samu niega una y otra vez con aire de mártir.

—¿Hasta cuándo, Luz? Dime. ¿Hasta cuándo?

Qué melodramático.

Me deshago en un suspiro y cojo, desbordada, su copa de ginebra. La mía aún no ha llegado.

—Y dale. Ya sabes que si pudiera mandarlos a la mierda…

Como me observan los tres con una ceja en alto, me bebo de manera compulsiva la mitad de la copa. A ver si dejan de acribillarme a preguntas.

Ni he llegado y ya me están atosigando. ¿Para qué querrá la gente tener amigos? ¿No será mejor que te devoren los gatos o las cucarachas?

—Sé que puedes y no quieres —repone Samu con retintín.

Puff. ¿Para qué parar ahora si todavía me queda ginebra?

Sobrepasada por las acusaciones, sigo bebiendo con ansia hasta vaciar la copa entera.

—Respira, muchacha, que te vas a ahogar, coño —me reprende Inma.

Ya está. Ni una gota queda. El trabajo bien hecho.

Le devuelvo la copa vacía a Samu y me seco la boca con el dorso de la mano.

Solo después de notar el subidón del alcohol en las venas me atrevo a enfrentarme por fin a sus severos ojos azul marino, que no han aflojado el agarre en todo este tiempo.

—Que no es eso, Samu, joder. Es que no puedo dimitir.

—¿Qué te lo impide? Danos una sola razón.

Cruzo una mirada con Inma por encima de la mesa.

Ella, desde luego, no está dispuesta a un alto el fuego. Es una princesa guerrera, una de esas mujeres fuertes, seguras y decididas, que viven sin complejos ni tabúes y cogen lo que quieren cuando lo quieren. Maternidad en solitario, el trabajo de sus sueños, rizos tan perfectos como los de Bisbal…

Quien fuera Inma, ¿no?

—Muy bien —me enfurezco, mirándolos con aversión—. ¿Sabéis lo que vale un alquiler en Madrid?

—¡Sí!

Sus rugidos me hacen encogerme en la silla.

Es verdad, me he equivocado de argumento. Todos vivimos de alquiler. La tragedia de mi generación.

—Bueno, claro que lo sabéis. Pues entonces sabréis también que no puedo costear el mío sin trabajar —levanto el tono porque es mejor pasar a la ofensiva cuanto antes. De lo contrario, estas fieras me devorarían viva y desbaratarían todos mis argumentos.

—Lo sabemos y ya estamos hartos de la excusa del alquiler. —A Sara se le filtra el hastío en la voz. Y también en la cara—. Si tanto te preocupa el asunto, vente a vivir conmigo durante una temporada, hasta que encuentres otro curro. Puedes dormir en el sofá. GRATIS.

Nuestra Sara es una heredera, aunque se niega a vivir del dinero de su familia. Se gana la vida ella solita, y bastante bien, además.

Aun siendo la más joven de los cuatro, tiene un negocio propio y, con solo veintinueve años, ya se ha abierto hueco en el mercado madrileño. Es dueña de una coqueta librería en el centro, que atiende ella misma, con profesionalidad y cariño. Mima los libros como si fueran sus propios hijos, y creo que eso es lo que atrae a tantos lectores, entre los que se incluye una servidora.  

Mi madre y la suya son amiguísimas; sus padres viven justo al lado de la casa del führer, en Aravaca.

Me hice amiga de Sara nada más mudarme al barrio, a finales de los noventa. A pesar de sacarle yo unos cuantos años, me gustaba jugar con ella porque era una niña muy tranquila.

La conozco casi de toda la vida, pero no puedo aceptar su oferta. Necesito conservar mi independencia, da igual que mis amigos sean incapaces de comprender el porqué. Traumas que arrastro desde la infancia.

—Agradezco tu generosidad, pero preferiría no dejar el trabajo.

—Entonces, ¡deja de quejarte! Si sabemos que por el alquiler no es.

Samuel, lo que mi padrastro el führer describe como tu amigo, el perroflauta, es un tío muy perspicaz que me cala siempre a la primera.

No se trata solo del alquiler. En realidad, me horroriza la idea de no encontrar trabajo de lo mío nunca más. No quiero acabar repartiendo publicidad en el metro otra vez. Odiaba ese puto trabajo. ¡Nadie me cogía el folleto!

Y, admitámoslo, no cuento con padres que me sostengan en caso de colapso económico. Mi padre es dueño de una humilde posada en la Costa da Morte (a Galicia, fuera de temporada, no va ni el tato porque no deja de llover) y mi madre no dispone de dinero propio porque es una esposa florero.

En cuanto al führer, célebre arquitecto que no deja de construir casoplones en la sierra, sí, claro que me prestaría algo de dinero llegado el caso, pero preferiría tirarme por un puente antes que aceptarlo.

No dejaría de echármelo en cara, impondría sus condiciones y, de todos modos, me pasé toda mi adolescencia militando para las juventudes hitlerianas y no pienso volver a ese estado fascista en el que mi padrastro manda y todos los demás obedecemos.

Nací con el don de la rebeldía, qué se le va a hacer. Tengo la capacidad de montar una operación Valkiria y de depilarme las cejas al mismo tiempo.

—¡Me gustaría ser lo bastante rica como para poder mandar a todo el mundo a tomar por culo! —proclamo con aire melodramático. Me ha salido del alma.

Samu, amigo de la uni, igual que Inma, levanta la comisura derecha de la boca en una de sus sonrisas torcidas.

—Pero a nosotros no, ¿no?

—Nooo, vosotros sois una bendición divina —aseguro con voz punzante.

Se ríen, armando follón como siempre, y dejan el tema de mi renuncia laboral para más tarde.

Ya empiezo a estar un poco piripi. Apenas he comido a mediodía y beberme la copa de ginebra, así, de golpe, me ha asentado una pesadez sobre el estómago. Ya no tengo edad para el desenfreno.  

Me parece que nunca la he tenido…

—¿A que no sabéis qué? —Inma se inclina sobre la mesa y abre los ojos como platos. Hay algo que se muere por contarnos.

—¿Qué? —grazno yo, sin demasiado interés, más preocupada por recibir esa copa que se hace de rogar. Busco a la camarera con la mirada y agito la mano como una demente. Me ignora, por supuesto.

—Cata vuelve hoy de su luna de miel.

Me vuelvo de golpe hacia la mesa, con cara de comadreja aterrada.

En mi mente suena una de esas melodías inquietantes, como en las películas de Hitchcock. ¡Incluso se me ha cortado el aliento!

Esto me recuerda un poco a cuando intento embutirme en la talla treinta y ocho del Bershka y me quedo atascada a medio camino.

O a cuando tengo gases, pero estoy en el trabajo y hay que disimular.

—¿Cata? —atina a murmurar Sara, casi con temor.

Seguro que en alguna parte retumban truenos y estallan rayos.

—Cata —zanja Inma con aire satisfecho.

Ugh. ¡Cata!

Catalina.

Catherine, para sus amigos pijos de Boadilla.

La perfecta, maravillosa y divina Cata, bebé.

Y diréis: ¿por qué habla esta como si fuera gilipollas?

Permitidme que os ponga en antecedentes. Antes éramos cinco. Sara, Inma, Samu, Cata y yo.

Pero la dichosa Cata cometió el craso error de casarse con el amor de mi vida y ahora quedamos cuatro, como los monitos de esa canción infantil.

Cuatro monitos saltando en la cama…

Y aunque los otros tres monitos aseguran no mantener ya ninguna relación de amistad con el monito caído en desgracia, yo tengo la sospecha y casi la certeza de que quedan de vez en cuando a mis espaldas y cotillean sobre mí.

Seguro que esa cuyo nombre desata mis iras furibundas les cae mejor que yo. Al parecer no se pasa la vida lamentándose ni despotricando contra su jefe.

La vida de Cata es tan fabulosa como ella misma.

Casi no pega un palo al agua y, aun así, puede permitirse viajar a los lugares más recónditos del planeta. La hija-puta tiene un blog de viajes, secretodeamiga.es, y millones de seguidores en Instagram.

Es una celebridad, mientras que yo, poseedora de un codiciado máster en Periodismo, me paso el día entero escribiendo sobre los pedos de las jodidas vacas alemanas.

Ahora mismo ya no me sorprende tanto que Alberto la eligiera a ella en vez de a mí.

Aunque estoy bastante segura de que fue por el dinero, un braguetazo con todas las de la ley, y no porque Cata tenga aspecto de azafata sueca, muy alejado de mi físico de mujer botijo, que para colmo se tiene que depilar el bigote cada semana si no quiere que los vecinos del pueblo la confundan con su tío Antonio.

Ay.

Mi corazón da un doloroso vuelco al recordar la traición (y la dolorosa depilación con cera). Alberto era perfecto, una mezcla entre general romano que marcha sobre la Galia y Aston Kutcher en esa película de los espías. Dios Santo, ¡qué abdominales!

(Por cierto, ¿a alguien más se le ha ocurrido pensar que Aston Kutcher se apellida Kutch-er porque está Cach-as?

¿No? Pues vale).

Sara, Inma, Cata, yo, y me atrevería a decir que, a veces, incluso el mujeriego Samuel, nos hemos sentido siempre sexualmente atraídos por Alberto.

Pero solo uno de nosotros se acaba de casar con él: el zorrón de Cata.

—Me la suda lo que haga o deje de hacer la piba esa. Yo soy muy feliz con mi vida actual, gracias —aseguro, intentando aparentar una glacial indiferencia para que no piensen que soy una mujer despechá (Rosalía sí que sabe) y llena de amargura.

¿Son los únicos epítetos que usaría para referirme a mí misma?

Lo son, pero ni muerta lo admitiría delante de ellos. Tendré que esperar hasta llegar a casa para darme mi merecido festín de autocompasión. Hoy me comeré dos chocolatinas en vez de una.

¿Sabíais que el chocolate es un buen sustituto del sexo? Seguro que a Cata no le hace falta saberlo.

Aaaaaaaaaaaaaaaaah.

—Bueno, bueno —se impacienta Samu, que chasquea los dedos para desvelar las prisas que tiene por archivar esta conversación—. Si ese Alberto es un gilipollas. Tampoco te pierdes nada.

—Eso mismo digo yo.

Falacias. Alberto es el hombre ideal. Dulce, tierno, masculino, duro y sensible al mismo tiempo, con un buen trabajo en la empresa de su padre, de la que algún día será dueño, y cero enfermedades hereditarias en su árbol genealógico.

No hay nadie mejor que Alberto en toda la península Ibérica, y ¡eligió a Cata en vez de a mí!

Siento ganas de lloriquear otra vez. Mi actitud de princesa de hielo empieza a perder fuerza de forma vertiginosa.

Aunque conservo el aire digno hasta que mis amigos dejan de mirarme.

Solo entonces me permito a mí misma un pequeño consuelo: le robo la copa de ginebra a Sara y me la bebo como si fuera agua.

Cuando dejo de oír los sonidos que hace mi garganta al tragar con ansia, descubro que mis amigos han cambiado de tema. Ahora toca hablar sobre las series que sigue cada uno. Un tema que no podría interesarme menos.

—Jo, tío, por fin me estoy viendo la de Unorthodox. BRU-TAL. La forma en la que vive esa pobre gente…

—Yo lo conocí primero —interrumpo a Inma, con el subidón de la ginebra en las venas. Todos se callan de golpe, y tres rostros espantados se vuelven hacia el mío—. ¡Yo me lo follé primero! —les recuerdo con un golpe tajante en la mesa—. Joder, ¿no debería ser yo la primera en parir a un hijo suyo?

—¡Ya estamos! —Samu bufa y despliega los brazos con impotencia a ambos lados de su copa vacía—. Hemos pasado del jefe negrero al novio que la dejó. ¿Hola? ¿Qué pasa con esa ginebra? Como esta chica siga hablando, ¡vamos a necesitar la botella entera! —vocea para que se enteren no solo los camareros, sino también los encantadores habitantes del planeta Saturno.

—A ver, mi amor, sé que esto ha sido un palo para ti. Pero ya sabes que esta gente que se enamora y se casa en menos de cinco meses se acaba separando al cabo de un año, ¿no?

Le pongo a Sara cara de pocos amigos. No estoy lo bastante ebria como para tragarme esa bobada.

—Y seguro que el sexo ha dejado de ser tan pasional —tercia Inma para animarme.

—¡¿Os dijo que el sexo era pasional?! —me espanto yo con mi vocecilla estrangulada—. Alberto y yo solo hacíamos el misionero, con la tele de fondo. Telemadrid, que él es muy de votar a Ayuso.

—Ay, la Virgen. —Samu hunde la cabeza entre las manos con gesto exasperado y se mantiene así unos diez segundos, después de los cuales se endereza y reprende a las chicas con la mirada—. ¿Os queréis callar ya, pesadas? ¿Qué pretendéis, que se ponga a lloriquear otra vez?

—¡¿Pensáis que lloriqueo?!

Mi vocecilla suena cada vez más ahogada. Estoy a punto de estallar en llanto. Me tiembla el labio inferior como a un niño.

—Bueno, ¿y el trabajo qué tal, bonita? —cambia Samu de tema para distraerme.

Su estrategia es buena. Admirable. Se me quitan las ganas de lloriquear en un pispás. Gracias a mi don de la indignación instantánea, la furia vence de inmediato el dolor.

—¿Que qué tal? ¡Pues mal! ¿Cómo va a ir? Ernesto me tiene harta. Todo el día me manda a Carlos con algún encargo ridículo. Es que se niega a ver mi potencial. Cómo me gustaría ser rica para poder decirle a la cara todo lo que pienso sobre él. Os aseguro que no me cortaría ni un pelo. Hasta le soltaría lo de la disfunción eréctil…

Río con maldad, complacida por la perspectiva, y vuelvo a beber ginebra ajena, esta vez la de Inma. La camarera nos ignora a propósito, supongo que a modo de castigo por mi torpeza.

—¿Un décimo, guapa? Es para el Sorteo de Navidad.

Me vuelvo en la silla con la copa en la mano y me conmuevo al ver al anciano que ha salido a vender décimos a pesar del horrible frío que hace en la calle. Ay, qué penita. Sus hijos le habrán abandonado como me abandonó a mí Alberto (Luz, que te dejo, adiós, te quedas tú con la perra que mi nueva chica es alérgica. Hijo de la grandísima…) y ahora tiene que buscarse la vida como puede.

La ingesta de alcohol me suele dejar con las emociones a flor de piel. Cuando estoy piripi, siempre me imagino toda clase de patrañas melodramáticas.

Como que el anciano camina por las calles vacías de Madrid arrastrando los pies y cantando Castillo de cristal, igual que Cosette en los Miserables…

¡Ya sé que no tiene el menor sentido! ¿Quién ha visto nunca las calles de Madrid vacías, joder? Si aquí siempre hay gente. No puede una ni deshacerse de un cadáver.

¿Entendéis ahora por qué mi jefe sigue conduciendo su SUV a ochenta por hora por el carril del medio de la A6? ¿Qué haría yo con la alimaña después de retorcerle el pescuezo?  

—Pues… venga. ¿Por qué no? No soy yo muy de loterías, ¿eh? Pero igual este es el año de la suerte. Porque, después de todo lo que me ha estado puteando el universo, más vale que reciba algo a cambio, ¿no? Quid pro quo, Clarice. Fíjese usted. Me tuve que tragar la boda de Cata en Instagram. Llevaba pamela, la hija-puta. Como esa del Titanic, sabe a quién me refiero, ¿no?, la que no dejó que Leo se subiera a la tabla cuando se hundió el barco. ¿Conoce usted a Cata?

El lotero se ha quedado perplejo. Sé que parezco una cotorra argentina, el estridente pájaro invasor que se extiende por todo Madrid, pero no puedo parar. La ginebra me ha soltado la lengua.

—Mmm, no. Me parece que no la conozco. ¿Vive por aquí?

—¿Lo veis? Ya os dije yo que no era tan famosa —me jacto con un bufido despectivo—. Deme… Pues, no sé, diez décimos.

Samu se atraganta con el agua, el único líquido que queda sobre la mesa desde mi llegada.

—¿Diez? —dice, entre tos y tos—. ¿Estás segura?

—Que sí, hombre, que sí. Uno para cada uno de vosotros, luego está mi madre, mi padre, la otra hija de mi madre…

Tu hermana —subraya Inma con una mueca.

—Pues eso —replico con falsa dulzura. Lo de que esa sea mi hermana yo no lo tengo tan claro—. Si lo bonito de la lotería es compartirla. Y la ilusión que le hace a uno, ¿qué? Eso no tiene precio.

—Di que sí, guapa. Toma. Aquí tienes, tus diez décimos.

—Estupendo. ¿Cuánto es?

—Doscientos euros.

Su puta madre.

—A ver, cuidao, que precio sí tiene, ¿eh? Todo hay que admitirlo. ¿Acepta tarjeta? Porque, claro, doscientos pavos, así, en el bolsillo, pues como que no. Los millennials no llevamos dinero encima. Siempre me decían eso para no dejarme propina, los cabrones —les aclaro a mis amigos, aludiendo al verano aquel que trabajé en el Starbucks de un barrio pijo.

—Sí, sí, aquí se puede pagar con tarjeta y con lo que haga falta. Un momento. Ya. Puedes pasarla.

Espero a que el banco confirme el pago y después le sonrío al anciano y me vuelvo hacia mis amigos con el botín en la mano y cara de complacencia. 

—Ten, Sarita, para que te compres un piso donde te salga de las narices sin pedirle dinero prestado a tu padre. Y tú, Inma, para que te operes esa nariz y dejes de darnos el coñazo con el tema. —Nos reímos todos y luego me vuelvo hacia Samu, que me evalúa con ojos brillantes y una leve sonrisa que no sé muy bien cómo interpretar—. En cuanto a ti, milord, te concedo este décimo para que puedas… ¡seguir holgazaneando el resto de tu vida, so vago! —le grito, haciendo que todo el mundo a nuestro alrededor se eche a reír.

—¿Y tú qué vas a hacer con tanto dinero? —repone él cuando se han aplacado las risotadas.

—Mandar a mi jefe a tomar por culo, claro. —Bufo, como si el asunto fuera más que evidente—. Os lo dije. Es mi deseo más ferviente.

Samu, mordiéndose el labio para no sonreír, coge el décimo de entre mis dedos y se lo guarda en la cartera.

—Gracias.

—No hay de qué. Bueno —resuelvo, con un suspiro de rendición—, ya está bien de sensiblerías. ¿A qué hemos venido aquí? A empinar el codo, ¿no? Es lo que hace la gente en Chueca. Como esta no traiga la ginebra en los próximos dos minutos…

No consigo acabar la frase. Samu me coge la cara entre las manos y estalla los morros contra los míos. No abre la boca, aunque es un beso bastante largo que hace que las chicas nos vitoreen. Sara menos, que está enamorada de él.

—¿Por qué has hecho eso? —pregunto confundida cuando por fin me suelta.

Me doy cuenta de que algo ha cambiado en su rostro. Se le ha suavizado la expresión. Se le nota un… no sé, una cosa rara en los ojos, como cuando se fuma algún canuto antes de ponerse a estudiar para las oposiciones. (¿Luego le sorprende el no haber aprobado?)

Si no lo conociera mejor, diría que está enamorado de mí.

Pero claro, Samu es incapaz de comprometerse con ninguna chica. Solo le es fiel a su ideología de izquierdas.

—Conozco tu secreto.

—Yo no tengo secretos. Ni siquiera llevo relleno en el sujetador…

—Has comprado los décimos solo para ayudar a ese hombre. Tú no crees en la suerte.

¿Será posible? Me ha pillado otra vez. ¿Cómo lo hace este tío? A ver si va a ser vidente.

—Da igual que creas o no en la suerte, Samuel. Si tiene que encontrarte, te encontrará. Eso decía la yaya, que en paz descanse. Una mujer muy sabia.

—Eres buena persona y te mereces lo mejor, Luz. Por eso me fastidia tanto verte en un trabajo que no te hace feliz.

Realmente lo dice de corazón.

—Ay, qué bonico es mi niño.

Me siento tan conmovida que levanto la mano y le doy unas cuantas palmaditas en su mejilla sin afeitar.

Después, me vuelvo hacia las chicas y arqueo ambas cejas. 

—¿Cuántas copas de ginebra lleva el colega ya?

Samu me pasa el brazo por los hombros, me acerca a él y finge estrangularme. Me rio hasta que casi se me atasca el diafragma.   

Sí, mi vida es un fracaso. Mi novio se fugó esta primavera con una de mis amigas más queridas y yo me quedé con la perra, el pisucho que parece la cueva de Alí Babá (por la falta de luz, no por el lujo) y, por si el universo no me hubiese castigado ya lo bastante con mi desafortunada combinación de apellidos (volveré sobre este asunto más adelante), estoy atascada en artículos sobre flatulencias y lombrices. 

Peeero, y aquí es dónde mejora la historia, tengo a mi gente, la familia que tú eliges, la tribu o como se diga, y eso, de algún modo, mejora las cosas. No puedes sentirte deprimido si tienes a tu alrededor a tantas personas que te quieren y te apoyan, aunque no estén de acuerdo con tus elecciones vitales, ¿no?

Juro que esta vez no es el consuelo del tonto.

Bueno, puede que un poco sí.

Ayyyyy. ¡¡Dadme un respiro!!

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