FINJAMOS QUE ME AMAS: PRIMEROS CAPÍTULOS GRATIS

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¿Qué probabilidades había?

Llevo dos años enamorada de mi jefe, Enzo Bassi. Lo sé, es horrible, porque:

A) Él es un asno.

B) No se daría cuenta de que soy una mujer ni aunque le mandara un selfie guarro.

Siempre me llama señorita Jones o, simplemente, Jones.

Lo cual hace que me sienta como Bridget Jones, si bien yo me llamo Lottie.

Neah, no tiene nada que ver.

Solo vivo en la misma ciudad que ella y, para colmo de la estupidez, me he pillado por el ser más inalcanzable de todo Londres que, por si fuera poco, es mi jefe y… 

Mier-da. ¡Sí que soy como Bridget Jones!

Y él debe de ser mi Daniel Cleaver, irresistible, fuera de mi alcance, estúpidamente guapo, que no encantador, como el jefe de Bridget, sino más bien de personalidad borde y mandona, imposible, como Edward Grey, el de la película Secretary.

Estoy a un paso de que me haga doblarme sobre su escritorio, me obligue a leer en voz alta algún e-mail que redacté para él y me azote cada vez que encuentre algún fallo ortográfico.

Grrrr.

Admito que la escena estaría bien si tuviera alguna connotación sexual.

Por desgracia, el señor Bassi solo me azotaría porque es un capullo sádico obsesionado con la perfección laboral. En serio. No tiene ningún interés amoroso hacia mi persona. Nunca, jamás de los jamases, se fijaría en mí.

Y eso solo hace que lo desee todavía más.

Mis amigos han dedicado horas enteras al estudio.

¿Por qué Enzo Bassi fascina tanto a nuestra pequeña Lottie?

Las mentes más sesudas del siglo XXI serían incapaces de hallar la respuesta. Yo creo que es genético. ¿Por qué te gusta el queso? ¿O el chocolate? ¿O esa serie de Netflix que todos describen como tediosa?

¿Qué determina que nos guste una cosa u otra? Para mí que tiene algo que ver con el ADN. Hoy en día todo tiene algo que ver con el ADN. O con los microchips. Uy, los microchips.

Pero esa ya es otra historia.  

—Es bueno en la cama —resuelve mi amiga Shannon el misterio. La llamaron Shannon por la ciudad irlandesa en la que nació.

La verdad es que Shannon parece muy irlandesa. Piel blanca como la leche, pelo rubio, casi tirando a rojizo, ojos claros, facciones delicadas. Muy agradable de ver.

Aunque totalmente equivocada en sus afirmaciones.

—¡Y yo qué sé! Ni siquiera nos hemos dado la mano, mucho menos acostarnos.

—Pues ya estás tardando.

Traslado la mirada hacia Maisie, otra amiga, para ponerle mala cara. Ella nació en Escocia.

Mi vida es como un congreso del G20: una amiga irlandesa, una escocesa, he aquí a Stefan, mi mejor amigo polaco, y ¿qué se me escapa? Ah, sí, que estoy enamorada de un italiano. Es evidente que no creo en las fronteras del corazón.

—¡Como si fuera tan fácil! El señor Bassi no sabe ni que existo.

—¡Eres su asistente!

De acuerdo, Stefan tiene algo de razón al insinuar que soy un pelín exagerada.

En el sentido más literal del concepto, Enzo sabe que existo porque le llevo el café todas las mañanas y acato todas sus peticiones sin rechistar.

Lo que aún no sabe es que soy una mujer. A veces creo que me confunde con un ente. Soy su Siri con acento británico. ¿No es horrible?

—¿Hay algo peor que ser la asistente del tío que te obsesiona? ¿Verlo a diario, guapo e inaccesible, con su traje de marca y su camisa almidonada, ladrando órdenes a diestro y siniestro y, sobre todo, a ti, su leal e infatigable ayudante? Lo dudo. Tal vez encerrarse voluntariamente en un convento de clausura pueda equiparársele.

—Estás siendo dramática otra vez —indica Shannon, aburrida.

—¿Dramática? ¿Acaso sabes tú lo que sentía la pobre Holly Golightly cada vez que se paraba delante del escaparate de Tiffany’s? ¿O Pepper Potts cuando Iron Man pasaba de su culo? Es duro. Muy duro. ¡No estoy siendo dramática!

Le pido a Tom otra pinta, y luego me acodo sobre la mesa llena de arañazos y me deshago en un suspiro trágico.

Vale, estoy siendo dramática. Menos mal que tengo a mis amigos para que me arropen con su… ¿calidez?

Los jueves, la panda y yo nos reunimos en nuestro pub favorito para ponernos al día.

Los únicos cuatro miembros de la panda que aún vivimos en Londres, quiero decir, porque después de los treinta, no solo pierdes neuronas, también se van los amigos. Unos, porque se han casado y buscan sitios con cero emisiones de CO2 para criar a su progenie. Otros, porque han triunfado y sus jefes los han mandado a dirigir la filial de Qatar. Algunos vuelven a sus países de origen. Y con dos o tres ya no te hablas porque las personas cambian.

ODIO los cambios. El bienestar reside en los rituales. Este lugar, por ejemplo, no ha cambiado nada desde que lo descubrimos, en el primer año de universidad, y me encanta; me encanta porque siempre está vacío. Creo que es el único pub de Londres en el que aún se puede charlar con tranquilidad.   

—Vosotros no lo entendéis —retomo el tema después de beber un poco de cerveza—. No puedo evitarlo. Enzo Bassi tiene ese rollo de protagonista de novela contemporánea, ya sabéis, alto, bien parecido, emocionalmente distante, un pelo impresionante teniendo en cuenta que se acerca cada vez más deprisa a los confines de la treintena… Ay. ¡¿Por qué no me encuentra atractiva?! Es tan injusto…

—¿Cómo sabes que no te encuentra atractiva?

—¡Pues porque nunca me mira, Stefan! Debo de parecerle un decorado de oficina. El ficus, Lottie… No ve ninguna diferencia.

—Cariño, tú no eres un decorado de oficina —me regaña Maisie con su habitual tonito condescendiente—. Solo… vas un poco desastrada.

—¿Desastrada?

—A ver, si llevaras lentillas en vez de gafas…

—Entonces tendría los ojos tan rojos que parecería una rata de laboratorio enganchada a los tranquilizantes —rechazo de inmediato la sugerencia de Stefan—. No, gracias.

—¡Olvida las gafas! —ordena Shannon, siempre muy segura de sí misma y de todas sus afirmaciones. Es agente inmobiliaria de alto standing, al fin y al cabo—. El problema es el pelo.

—¿Mi pelo? —repongo, toqueteándomelo confusa. A ver, es marrón y sin ninguna gracia, pero los he visto peores. Además, yo siempre le pongo lacitos de colores chillones, clips de Hello Kitty

—¿Por qué lo llevas siempre tan encrespado?

Pues vaya pregunta, Shannon.

—Vivo en Londres.

—No es una excusa. Y tu ropa…

—Oh, sí, la ropa —aquí coinciden todos.

—¿Qué pasa con mi ropa? —repongo, tan escandalizada que me echo hacia atrás en mi asiento para poder escrutar sus rostros de uno en uno en busca de una respuesta razonable. 

—¿Tiene que ser siempre tan colorida?

Le dedico un gesto huraño a Maisie. Soy muy buena frunciendo las cejas. Lo aprendí de Enzo. A él le sale de maravilla la expresión de no me toques los cojones. Yo solo soy una humilde aprendiz.

—Me gustan los colores. Vivimos en una ciudad gris. ¿Qué tienen de malo los colores?

—Nada, si una sabe cómo combinarlos.

—¡Shannon!

La fustigo con la mirada.

—¿Qué? Yo solo recalco lo evidente. Si quieres que tu jefe te empotre contra la fotocopiadora, tendrás que hacer algunos ajustes de vestuario.

—Como vuelvas a emplear el verbo empotrar, haré algunos ajustes de amigos —aseguro, muy digna. 

—Lottie quiere que la empotren, Lottie quiere que la empotren —canturrea solo para cabrearme.

—¡Deja de decir eso! —me pico como una niña pequeña.

Estoy a un paso de llamar a mi mamá. ¡Shannon mala!

—Ay, Lottie. Si te ruborizas solo de pensarlo, ¿qué harás cuando ocurra?

—Nada. ¡Porque no va a ocurrir nunca! Según la Nasa, la probabilidad de que nos caiga un meteorito encima es de una entre doscientas cincuenta mil.

—Ya estamos con las probabilidades —refunfuña Stefan, hastiado.

Sé que me llama Miss Estadísticas a mis espaldas, pero que te empeñes en conocer las cifras de los acontecimientos que podrían o no ocurrir no tiene nada de malo. A mí me gusta estar informada.

—¿Sabíais que la probabilidad de encontrar a vuestra media naranja es de una en cada diez mil vidas? Deprimente, ¿verdad?

—Pero ¿qué tiene eso que ver con Enzo Bassi? —se impacienta mi agitado amigo.

—Qué tiene que ver, qué tiene que ver. ¡Si no dejaras de interrumpirme todo el rato, lo sabrías! Adonde quiero ir a parar es a que la probabilidad de que Lottie Jones y Enzo Bassi hagan el amor alguna vez es NU-LA.

—A ver, Charlotte —Maisie sabe que odio que me llamen Charlotte, pero le da igual—. Tampoco es imposible. Imagina que os encontráis por ahí, en algún pub de la ciudad. Este, por ejemplo. Los dos habéis bebido de más y…

Me veo obligada a intervenir.

—Dado que solo el cero coma siete por ciento de la población mundial se encuentra a la vez ebria, la probabilidad de tropezar en este pub estando los dos borrachos es casi nula. 

—Será mejor que te compres un vibrador —zanja Shannon que, después de acabarse la pinta, deposita el vaso sobre la mesa con un golpe seco y me enfrenta con su expresión más hosca—. Confía en mí, cielo, nadie te pondrá un dedo encima como sigas hablando de probabilidades. ¡Tom! ¡Cerveza! ¡No aguanto más esta realidad!

Compongo mi sonrisa más cáustica.

—¿Y qué es de tu vida amorosa? —la pincho con dulzura. 

Me pone mala cara, pero sé que se muere por contárnoslo todo. Es la única soltera mayor de treinta de mi círculo de amistades que está satisfecha con su estado civil. Me encantaría ser como Shannon.

A ver, que no es que yo esté obsesionada con casarme, fantasee con una declaración de amor estilo Love Actually o quiera ser como esa gata de internet que amamanta a cinco cachorros a la vez mientras el padre de los adorables retoños le amasa la espalda para relajarla y mimarla.

No estoy obsesionada con el matrimonio ni con… amamantar.

Yo solo fantaseo con Lorenzo Bassi.

Descamisado.

Acercándose a mí como en un anuncio de Dolce&Gabbana.

Separando sus perfectos labios para…

El chasquido de Shannon hace añicos mi fantasía.

—Tierra llamando a Lottie.

—¿Qué? —me sobresalto con un fuerte parpadeo. 

—Estabas babeando.

—¡No estaba babeando! —rebato, escandalizada, la afirmación de Maisie.

—Sí que estabas babeando —se une Stefan al complot—. ¿En qué estabas pensando?

—En nada…

Mis amigos intercambian una mirada cómplice y exclaman a la vez: ¡en Enzo Bassi!

Tengo que aguantar sus risas y sus mofas una vez más.

Sí, riámonos. Lottie está enamorada de su jefe el buenorro que no le hace ni caso. Ja ja ja. Me parto y me mondo. 

—Cariño, deberías tirártelo de una vez y luego pasar página.

—Debería hacer tantas cosas, Maisie… ¡Mierda! —exclamo de pronto, al caer en la cuenta de que realmente debería estar haciendo cosas ahora mismo—. ¡Tendría que haber recogido su esmoquin del tinte! ¡Ay, no! Tiene que asistir a una entrega de premios en… ¿Qué hora es? —Agarro como una desquiciada la muñeca de Stefan y compruebo su reloj—. ¡Jo-der! ¡En cuarenta y cinco minutos! ¡Va a matarme como no llegue a tiempo!

—Tranquila, Charlotte —me despide Shannon con un teatral gesto de la mano—. Ya pagamos nosotros la cuenta.

—¡Lo siento! ¡Os lo compensaré si sigo viva después de esta noche! ¡Puede que eso no ocurra! —grito a lo lejos.

*****

—Llega tarde —tiene la bondad de informarme el insufrible señor Bassi nada más abrirme la puerta de su mazmorra.

Como si yo no me hubiese dado cuenta ya de que llego tarde. Qué tío.

—Lo siento. Había tráfico —miento, con mi cara más convincente. Parezco buena y todo. La gente que lleva un enorme lazo amarillo en el pelo siempre parece buena. Sobre todo, si sabe sonreír como si lo tuviera todo bajo control. 

¿Tráfico? ¿A estas horas?

Sus ojos verdes, aparte de chispas de exasperación causadas por mi falta de profesionalidad, también destilan sospecha.

Ay, sus ojos…

Enzo es la clase de tío que sería capaz de dejarte preñada con una sola mirada. En serio. No me lo invento.

Mucho tráfico —aseguro con contundencia porque, como diría el odioso Goebbels, una mentira repetida mil veces se convierte en verdad. Cuando deje de mentir, me preocuparé por estar citando a Goebbels. Grrr. Qué grima.   

—¿Y por qué le huele el aliento a alcohol, señorita Jones?

Mierda. Me acaba de pillar. Esto me pasa por llegar aquí jadeando como un perro de caza.

—No es el aliento, señor. Es la blusa. Un capullo me tiró la cerveza encima.

—Eso es habitual en usted, interponerse en el camino de la gente —refunfuña antes de darme con la puerta en las narices.

Abro y cierro la boca como un pez que se está quedando sin oxígeno. ¿Insinúa acaso que la culpa fue mía? ¡Yo no me interpuse en su camino! Yo estaba ahí como cualquier otro ciudadano modélico, esperando mi apetecible Pumpkin Spice Latte, cuando aquel impresentable chocó contra mi blusa blanca y me la jodió enterita.

Para una vez que llevaba algo de color neutro.

Fui al baño para lavarme la mancha, pero no hice más que empeorarlo todo, así que salí corriendo de la cafetería (sin mi Pumpkin Spice Latte, por cierto), entré en la primera tienda que vi y me compré otra blusa, escandalosamente cara, porque estábamos en un barrio cojonudo.

Era mi primer día de trabajo. No necesitaba tanto ajetreo. ¡Ya estaba lo bastante alterada antes de que se cargaran mi impecable aspecto de chica que triunfa en la gran ciudad!

No tenía ninguna necesidad de andar arrancando las etiquetas de una blusa de doscientas libras en mitad de una tienda pija o de cambiarme de atuendo ahí mismo, para deleite de la gente que pasaba por delante del escaparate y podía verme perfectamente en sujetador.

(Ya no había tiempo para tragarse, encima, la cola de los probadores. ¿No es increíble que se formen colas en tiendas que venden blusas a doscientas libras cada una? ¿Adónde vamos a ir a parar?)

Y, por si fuera poco, nada más llegar a mi nuevo empleo, irrumpí en el despacho del jefe como una desquiciada y exclamé:

—¡Siento llegar tarde en mi primer día, señor! Un imbécil me tiró el café encima y tuve que cambiarme de ropa.

Y, cuando levanté la mirada del suelo, ¿a quién vi? Exacto. Al imbécil, tensando su esculpida mandíbula y fulminándome con los ojos verdes más increíbles que había visto en toda mi vida.

¿Qué probabilidades había? Calculo que una entre cien millones. No obstante, sucedió. Un milagro de la ciencia. La Madre Naturaleza haciendo de las suyas. La suerte o la mala suerte, a saber quién tuvo la culpa de la maldita colisión.

Una cosa me quedó clara: yo estaba jodida si aquel humano genéticamente modificado para alcanzar la perfección física iba a ser mi jefe. 

La puerta se abre tan de golpe que noto cómo se me agita el pelo alrededor de la cara. Me pongo firme otra vez, imitando a los soldados que hacen guardia en el palacio de Buckingham.

—Me dejo el esmoquin. —Enzo, el del presente, me arranca la percha de la mano. No me da tiempo a replicar. Vuelve a darme con la puerta en mis narices.

Ni gracias ni buenas noches.

Le dedico dos peinetas furiosas, que me salen del alma, y respiro hondo.

Diosssss. Qué fatiga de tío.

Echo la cabeza hacia atrás y de repente mis ojos azules ven la cámara que me enfoca. Oh, mierda. Espero que esto solo lo vea el portero.

Vengaaaa, hasta luegooo.

«Tú disimula, Lottie. Tú como si nada. La cabeza alta, ¿eh?»

Joder. Necesito otra pinta. O un Martini con vodka.

Sí, mejor un Martini con vodka. He tenido una semana muy larga y aún me queda el viernes.

Lottie Jones, ¡bien hecho!

Me gustan tanto las historias que me encantaría vivir dentro de una novela.

Eso sí, espero que tenga final feliz porque soy una romántica empedernida y no admito otra cosa que no sea un vivieron felices y comieron perdices.

¿Qué puedo decir? Me pierden los finales felices. Me gustan tanto que, si yo fuera James Cameron, hubiera hecho que Jack subiera a la puñetera tabla porque todos sabemos que había sitio para los dos.

Hum. A lo mejor debería reescribir las grandes tragedias literarias y darles el final que se merecen. Nunca había pensado en dedicarme a la reescritura, pero podría… ¡resucitar a Catherine Earnshaw!

Sí, ¡qué buena idea!

¿Y qué más haría?

Ah, ¡lo tengo! Agarrar a Anna por el corsé justo antes de caerse a las vías del tren. Ven aquí, insensata. Zas, zas. ¡Cómo se te ocurre! Anda que no habrá tíos en el imperio. Tira, anda, tira, si no quieres que te abofetee otra vez.

Si yo fuese escritora, haría que Troya le ganara la guerra a Esparta y de paso ejecutaba a Menelao por mal perdedor. ¿Qué? Soy un ser romántico, no gilipollas. Si le dejara libre, volvería con un ejército mucho más poderoso y se cepillaría a Paris por bribón roba-esposas. Todo el mundo lo sabe.

La repentina llegada de mi jefe pone fin al desarrollo de mis argumentos. Pego un salto de la silla, agarro el vaso de café para llevar que me encargo de comprar todas las mañanas en su cafetería favorita (aquella en la que nos conocimos accidentalmente) y corro tras él por el pasillo.

—Buenos días, señor Bassi. Su café.

Gruñendo malhumorado, me lo arranca de entre los dedos, le da un sorbo y me lo devuelve.

—Está frío.

«Capullo».

—Lo siento. Usted suele llegar media hora antes.

Frena en seco y me dedica tal mirada de basilisco que recito tres avemarías hacia mis adentros.

—¿Me está pegando la bronca por llegar tarde, señorita Jones?

—No, señor. Jamás se me ocurriría tal atrevimiento.

—Bien, porque no estoy de humor para despedirla esta mañana.

Qué majo.

—Estupendo, señor.

Juraría que él pilla estos sarcasmos, pero siempre hace oídos sordos. 

—Repasemos la agenda de hoy, ¿quiere?

—Por supuesto, señor. —A Grey, Christian o Edward, da igual a cuál de ellos, le encantaría verme tan sumisa: señor esto, señor aquello. Soy el sueño de todo amo prepotente—. A las nueve treinta, reunión con el departamento creativo. A las once, junta directiva. No se olvide de que hoy come en el club con…

—Alto, alto, alto. ¿Qué tengo entre la junta directiva y la hora de la comida?

Seguro que lo hace para pillarme desprevenida, el cabronazo.

Repaso de memoria su agenda.

—Nada.

—Bien. Pídame hora en la peluquería.

—No le toca corte de pelo hasta dentro de una semana, señor.

Es escalofriante todo lo que sé sobre este hombre.

Toma cinco cafés al día. Siete, si ha salido de fiesta la noche anterior.

Le encantan las camisas y los trajes de marca. El que lleva hoy ha costado cinco mil quinientas libras. Fui a recogérselo a la tienda y puede que ojeara un poco la factura.

Debe de tener al menos doscientas corbatas. Aún no le he visto repetir.

Usa condones extra finos (los guarda en el cajón superior de su escritorio) y masca chicles de nicotina cuando está estresado.

Le gusta el…

—Haga lo que le he pedido, Jones —interrumpe mi cháchara mental—. Y consígame un café que esté caliente, por el amor de Dios.

Doy media vuelta y lo imito como hago siempre que me saca de quicio.

«Y consígame un café que esté caliente, por el amor de Dios. Mimimimi». No puedo con este cabronazo.

—Ah, ¿y señorita Jones?

Mierda. Espero que no me haya visto menear la cabeza como esos muñecos que pone la gente en el salpicadero del coche. Siempre meneo la cabeza cuando le hago burla. También pongo cara de conejo, por algún motivo.

Me vuelvo hacia él con absoluta normalidad. Soy una profesional.

—¿Señor?

Felicitadme por mi aplomo y por lo bien que finjo. Aunque soy inglesa. No debería sorprenderos mi maestría a la hora de ocultar mis sentimientos. Cuando quiero, puedo ser tan inexpresiva como se esperaría del mayordomo de Downton Abbey

—No haga peinetas a mis espaldas.

¡Al cuerno la maestría! No podría parecer más pasmada ni aunque tuviera delante a Chris Evans desnudo, agitando la colita. ¡Se me ha desencajado la mandíbula por completo! Puede que me haga falta una ortodoncia después de esto.

—¿Qué?

—Si vuelve a hacerlo, la despediré.

Esta semana ya van dos amenazas de despido fulminante. Estoy que me salgo. Aunque es evidente que a quien tendrían que despedir es a ese portero chivato.

—Entendido, señor.

—Y no se olvide de mi café.

—Cómo olvidarlo.

Por supuesto que le dedico dos pasionales peinetas hacia mis adentros, antes de enfilar hacia la cocina.

Otra curiosidad más sobre mi infame superior: el primer café del día prefiere tomarlo de Starbucks. Los demás, se los preparo aquí, en una cafetera que ha hecho que nos trajeran desde Italia.

Una vez usé una de sus capsulas para saber por qué le gustan tanto y me pasé toda la noche con taquicardia, convencida de que no volvería a ver un amanecer.

Curiosamente, sobreviví.

*****

A las nueve y media y con tres chutes de cafeína en su torrente sanguíneo, Enzo preside la mesa de la sala de reuniones. Yo estoy sentada a su derecha, con mi portátil delante, lista para resumir la reunión en un documento que luego Enzo presentará a don Enrico Bassi, su abuelo y fundador del imperio mediático Bassi, para que nos dé su aprobación.

Hay quienes dicen que Enrico, el quinto hijo de una familia de campesinos de Nápoles, llegó a la cima con ayuda de la mafia. Otros, que vendió su alma como Fausto.

Si queréis saber mi opinión, creo que lo logró gracias a su ingenio, su ambición y su increíble inteligencia. Es la persona más lista que conozco. Con una mirada ya te ha calado, ya sabe qué esperar de ti. Es la auténtica definición de un hombre hecho a sí mismo.

Aunque da mucho miedito. Yo intento evitarlo siempre que puedo.

—¿Empezamos? —propone Enzo cuando ya se han sentado todos.

Dejo de mordisquear un boli fuscia y de observar atontada con qué elegancia se ajusta los puños de la camisa y me centro en mi labor. 

The Gentlemen es la revista masculina más popular de Inglaterra. Mi jefe es el director creativo. Hoy nos estamos reuniendo para decidir los temas que se abordarán en el número de diciembre.

Comienza Luke, de Nutrición. Siempre comienza Luke, de Nutrición. Enzo es un animal de costumbres. Tanto, que todos los días va al gimnasio a la misma hora.

Y no solo eso. Todas las semanas dedica siete horas exactas al entrenamiento físico. (Por lo visto, con una hora diaria basta para mantener en forma el cuerpazo y los abdominales que a veces se intuyen a través de sus camisas blancas, los días que va sin chaqueta)

«No empecemos, Lot».

Me pongo a teclear más deprisa para recuperar el ritmo. En las reuniones apunto solo el título de cada uno de los artículos y algunas palabras clave para recordar la idea en líneas generales. Luego le doy forma al documento, lo reviso y se lo entrego a Enzo.

—He entrevistado a un entrenador personal que me ha recomendado las diez mejores barritas de proteínas del país. Creo que…

Mi jefe no parece impresionado.

—Repetitivo —interrumpe a Luke, que vuelve a sentarse, azorado—. Ya hay sobre la mesa un artículo llamado dietas para ganar masa muscular. ¿También vamos a publicar uno sobre barritas de proteínas que te hacen ganar masa muscular? ¿Es que en Nutrición no se os ocurre nada mejor?

Luke parece estar en un aprieto. Es evidente que todas las ideas que ha preparado incluyen masa muscular en el título. Es indignante. Estamos creando una generación de ciborgs musculados llenos de esteroides. ¡No me extraña que la mayoría de mis amigas sigan solteras! ¿Quién querría salir con un narcisista de manual?

—El otro día leí algo sobre alimentos que propician erecciones fuertes —comento sin venir a cuento, porque mi trabajo aquí no consiste en aportar ideas al equipo creativo. Tampoco me he propuesto destacar para ganarme ningún ascenso. De hecho, es que no tengo ningún interés en convertirme en columnista de una revista de tíos obsesionados con la masturbación compulsiva y con ganar masa muscular. Lo que pasa es que a veces mi boca y mi cerebro se niegan a cooperar. Son departamentos independientes cuyos responsables no se llevan demasiado bien—. Lo… lo siento. No pretendía interrumpir.

—No, deme más detalles, Jones. Me interesa el tema.

Arqueo las cejas. Creo que es la primera vez en estos dos años que he captado por completo la atención de mi jefe. Se ha vuelto con la silla y me observa como si por fin se hubiera dado cuenta de que existo, soy una persona, no un ente invisible que le entrega el café y satisface todos sus requerimientos.

Y no es solo que sepa que existo. Esto es… ¡la le-che!

No pretendo sonar como una desequilibrada ni admitir que estoy para que me ingresen, pero sus ojos penetran los cristales ligeramente empañados de mis gafas con tanta intensidad que me siento como si estuviéramos haciendo el amor a nivel metafísico. «Oh, sí…»

—¿Cuáles son esos alimentos?

¿Qué?

Ah, los alimentos.

«Céntrate, Jones».

Carraspeo antes de hablar. Tengo que desprenderme de la lascivia. Hablar sobre erecciones fuertes con el tío que te obsesiona es duro. Muy duro. Casi tan duro como esperarías que…

¡Se acabó!

Reiniciar sistema.

Actualizando datos.

No apague el ordenador.

Mejor. Apague el ordenador y vuelva a encenderlo. ¡Vamos, deprisa, joder!

—Pues… las fresas, el chocolate, el pescado azul…

Gracias a Dios. Mi ingenio me salva una vez más.  

—¿Por qué no estáis tomando notas? —les ruje a los demás, sin retirar los ojos de los míos—. Quiero un artículo detallado sobre el papel de la alimentación en nuestro rendimiento sexual.

Hala. Y ha sido todo idea mía. Me siento como una triunfadora.

—¿Lo incluimos en Nutrición o en Sexo y Relaciones? —pregunta alguien, no sé quién, porque he caído presa de la mirada de Enzo y para mí el mundo se resume solo a nuestro inquebrantable contacto visual.

Oh, my love, my darling…

¿No lo oís?

—¿Señorita Jones? —me pregunta con una ceja en alto.

Unchained Melody deja de sonar de golpe en mi cabeza, como si se hubiera rayado el disco, y vuelvo al mundo real, donde todos me observan y no creo que se deba a que soy la única mujer de esta reunión o que haya combinado una blusa de volantes amarilla con una falda de tubo de color turquesa y unos pendientes de plástico de un llamativo rosa fucsia que compré en las rebajas de Amazon.

Lo hacen porque es la primera vez en la historia que el gran Enzo Bassi le pide la opinión a alguien.

—En Nutrición —respondo, acalorada; la blusa me agobia, la falda me aprieta y los pendientes me tiran de las orejas—. Ya que todo gira en torno a los hábitos… alimenticios.

Por la sonrisa contenida de Enzo, diría que está de acuerdo conmigo.

—Ya la habéis oído. Nutrición. ¿Alguna idea sobre las columnas Sexo y Relaciones, Moda y Belleza o Actualidad?

A juzgar por la cara de estupor que pone todo el mundo, esto es completamente inaudito, casi una falta de respeto que Enzo se moleste en conocer la opinión de alguien que está en la sala solo para tomar apuntes o servir más café.

—Es una revista masculina —nos recuerda Harold, una de las voces más fuertes de The Gentlemen—. No creo que sus opiniones…

—Pero a nosotros nos obsesionan las mujeres —lo frena Enzo de inmediato y sin molestarse en mirarle porque está muy ocupado haciéndome el amor a nivel metafísico—. Y a nuestros lectores heterosexuales, también. Quiero conocer el punto de vista femenino. ¿Señorita Jones? ¿Me ilustra?

Madre mía. Esto es muy intenso. Voy a cortocircuitar en breve como no pongamos fin a esta conversación.

Pero a la vez quiero seguir, impresionarle, ganármelo. «Piensa, Jones. O, mejor, no pienses en absoluto. Tus mejores ideas provienen de los impulsos».

—Pues no lo sé. Como mujer, me gustaría saber… ¿por qué los tíos de mi generación están tan obsesionados con el sexo anal? —se me ocurre de repente.

A Enzo parece interesarle el tema.

—Una buena pregunta. ¿Puede darme el enfoque femenino?

Me empujo las gafas por la nariz con aire intelectual y la listilla que llevo dentro asoma las garritas. En la universidad se me daban bien los debates. Solo tengo que borrar de mis retinas la imagen de un Enzo descamisado acercándose a mí como en un anuncio de Dolce&Gabbana y ya podré concentrarme. Será mejor que mire a Harold. Es tan poco atractivo que el animal lujurioso que llevo dentro se somete voluntariamente a la hibernación.    

—Aún no he conocido a ninguna mujer a quien le resultara agradable. Algunas lo han practicado, para cumplir las fantasías de sus novios, pero ninguna ha llegado a disfrutar de la experiencia, lo cual no me sorprende. No puede ser un aquí te pillo, aquí te mato. Es algo que requiere una preparación previa, aparte de una negociación, y eso hace que parezca frío y calculador y… nada espontaneo. El sexo debería ser impulsivo, imprevisible, pasional…

¿Por qué no estás tomando notas, Lorenzo?

—Buen planteamiento —dice el aludido—. Quiero una estadística sobre cuántos hombres heterosexuales lo practican con sus parejas y diez consejos para garantizar una experiencia inolvidable para la mujer. ¿Qué más, señorita Jones?

—¡Fantasías ocultas de los hombres! —le suelto, viniéndome arriba, borracha de triunfo y adrenalina.

Y porque me encantaría conocer las suyas.

Espero que no sea el sexo anal. No me veo con fuerzas de llegar tan lejos ni siquiera por un dios romano vestido de Cavalli.

—Fantasías ocultas. —Cuando por fin dejo de mirar a Harold y traslado la mirada hacia él, a Enzo le brillan los ojos de satisfacción—. Me gusta. Idea. Apuntad: ¿qué no te atreves a pedirle a tu pareja en el dormitorio? Solicitad opiniones anónimas de nuestros lectores e incluidlas en el artículo.

Por algo es el puto director creativo, cabrones.

¿Qué? ¿Pensabais que la buena de Lottie era solo dulzura y pestañeo nervioso? ¡Ja!

—¿Y si abordamos mejor el tema de las muñecas sexuales? —le propone Harold—. Qué le harías a una muñeca sexual. Será más fácil que la gente se suelte.

Enzo lo estudia durante unos segundos.

—Bien —concede, con cierto fastidio—. Pero no quiero que incluyáis ningún comentario psicótico que inste a la violencia contra la mujer. ¿Alguna otra idea, señorita Jones?

«Venga, Lottie. Un último esfuerzo. Hoy estás que te sales».

—De moda masculina no sé demasiado —me veo obligada a admitir, muy a mi pesar—. Me gustan los hombres que llevan traje. O uniforme. Es todo lo que puedo deciros al respecto. En Actualidad incluiría algún cotilleo sobre Henry Cavill.  

El jefe frunce el ceño de esa forma suya tan sexy.

—¿Por qué Henry Cavill?

¿En serio? Creía que era evidente, señor Bassi.

—Los británicos no nos ponemos de acuerdo sobre nada. Unos quieren el brexit, los otros proclaman la alianza de una Europa fuerte y sin fronteras. Hay quienes idolatran a la familia real y quienes montarían una revolución bolchevique mañana antes de la happy hour. Pero si en algo coincidimos los habitantes de esta maravillosa isla es en que todos, y lo recalco, todos, adoramos a Superman. Personalmente quisiera saber más sobre él. ¿Cómo son las escenas de sexo en sus películas? No sé, parece todo tan real… ¿Cómo se contiene uno para no tener una erección inoportuna cuando su compañera de reparto está desnuda y se le frota encima?

Enzo suelta una carcajada. Llamadme loca, pero creo que es la primera vez que le oigo reír. Madre mía, está monísimo. Voy a cortocircuitar en tres, dos, uno…

—Es una gran pregunta. Averiguadlo. A mí también me interesa saberlo. Aprende a controlar las erecciones siguiendo los consejos de Henry Cavill.

¿Qué? ¿Esto va en serio? Dios mío, me está entrando taquicardia y juro que no he vuelto a probar el café asesino de Enzo.

El resto de la reunión es menos intenso. La moda masculina y los artículos relacionados con el deporte pasan casi desapercibidos. Todo el mundo sabe que la gente nos compra por el morbo que dan las columnas de sexo y por las tías en bolas que salen en la página siete.

—Pues si ya lo tenemos, a trabajar —zanja Bassi, antes de abandonar la silla con aire enérgico. Es un millennial dinámico. La gente como él vale lo mismo para dirigir una empresa que para construir un pozo de agua en el tercer mundo. 

Cuando vuelvo en mí después del cortocircuito, se han ido todos y estoy sola en la sala. Será mejor que recoja y termine de redactar el documento.

—¿Jones? —Doy un respingo al ver a mi jefe asomar la cabeza por el hueco de la puerta—. Bien hecho.

Se va y yo me reclino en el asiento y sonrío como una gilipollas. Bien hecho. Llevo dos años esperando este momento. Bien hecho. ¿No es una frase lapidaria preciosa? Lottie Jones, ¡bien hecho!

(Espero que a quienes me sobrevivan no se les ocurra poner Charlotte, porque lo odio y los atormentaría desde el Más Allá).

Será mejor que deje constancia de mis deseos antes de palmarla. Me lo apuntaré ahora, que tengo el portátil delante.

Dejar constancia de mis últimos deseos antes de palmarla.

Ya está. Lo he añadido al calendario del Outlook, así no se me pasa.

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