Maldito ex: Diario de una Ruptura

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Sábado, dos copas de más.

BAH.

Juan Pablo y yo rompimos hace una hora en un restaurante de Plaza Castilla. Casi se me atragantó el cordero cuando me dijo que me dejaba. Y yo que me pasé la noche convencida de que el tío se estaba armando de valor para pedirme matrimonio…

Menuda cara de tonta se me quedó cuando, después de estar media mañana fichando vestidos de Rosa Clara (mientras ignoraba mis responsabilidades laborales y los soporíferos e-mails de los jefes), descubrí que había sido de golpe despachada al inestable mercado de los singles, con el sello de producto defectuoso/no lo bastante bueno como para pasar los severos controles de calidad de la familia Sánchez Del Moral. Me imaginé a mí misma como a una triste e imperfecta caja de bombones arrastrada por una cinta mecánica en dirección al… ¡cubo de reciclaje! ¿¿Qué?? ¿¿Yo?? ¡¡¿¿Por qué??!! Si no he hecho nada…

Más tarde, esa misma noche, telefoneé a mi amiga Noelia para desahogarme con alguien, pero ella, lejos de reconfortarme, me echó en cara que cómo no lo había visto venir. Noelia es igual de cariñosa que un alacrán del Serengeti.

Y, según el alacrán, la culpa era mía, ¡encima!, por no enterarme de algo que a ojos de los demás era una evidencia. Lo que faltaba.

—¡Ay, tía, ni que fuera yo Nostradamus! —exclamé, atacada de los nervios. 

Las señales indicaban todo lo contrario. Toda mujer que ha cumplido ya los treinta sabe que ningún hombre te invita a uno de los mejores restaurantes de Madrid si no es para pedirte que te cases con él.

A ver, ¿en qué cabeza cabe romper con alguien delante de un plato de cordero asado, unas habas (pellín amargas para mi gusto, pero aun así, ¡habas, joder!) y un delicioso milhojas, aliñado con jarabe de arándanos, nata y azúcar glas? ¡Eso es casi un sacrilegio! Es lo mismo que romper con tu pareja mientras hacéis el amor, mientras ella te presenta a sus padres o mientras da luz a vuestro primer hijo. ¿Había un momento peor para partirle el corazón a una mujer? Un poco de respeto por el pobre cordero fallecido, ¿no?

—Si es que es pijo hasta para cortar conmigo. ¿No podría haberlo hecho en un Burger King? Al menos así se me habrían quitado definitivamente las ganas de volver a comerme un doble Wooper con extra de beicon y queso. Imagínate el tipito que se me quedaría en un par de meses.

Noelia soltó una risotada. Yo no estaba como para reírme. Tenía ganas de cargarme a alguien. Ni novio ni tipito. Mi vida no podía ir peor.

—¿Y qué vas a hacer ahora? Te tendrás que cambiar de piso…

—¿QUÉ?

En mi cabeza se encendieron todas las señales de alarma. PELIGRO NUCLEAR. PELIGRO NUCLEAR. Me quedé sin habla. Ante una amenaza inminente, nunca sé cómo reaccionar.

—Vamos, digo yo. Porque vivir los tres juntos y montártelo con JP cuando ella no está en casa no creo que sea una opción.

Puff. ¡Mudanza! Ni siquiera había caído en eso. ¡Qué estrés! Odio a los hombres. ¿La chica que no amaba a los hombres? Sí. Presente. Aquí. Soy yo. Me vi a mí misma como a Beatrix de Kill Bill y sonreí maliciosamente.

Una Beatrix con un ligero sobrepeso, tuve que admitir un segundo después, lo cual hizo que la sonrisa cayera de mis labios.

—¡Es que no me lo creo, vamos! —me encabroné otra vez—. ¡Soltera después de haber elegido el estilo del vestido y haberme tomado las medidas en el baño del trabajo! Era un vestido de corte emperatriz, por si te lo estabas preguntando.

—No, la verdad es que…

—Tenías que haberlo visto, Noe —la interrumpí, presa de una repentina excitación—. Era preciosísimo. Uf. Con qué gracia habría caminado hacia el altar… Como un copo de nieve que apenas roza el suelo.

—Pero si tú sueles caminar más bien como un ejército de siberianos borrachos.

Hice caso omiso de su comentario maligno y proseguí con mi fantasía, sin poder retener un suspiro melodramático. Mi vida, tal y como la había imaginado, habría sido maravillosa.

—Incluso había elegido el ramo, peonías, que son difíciles de encontrar. ¿Se puede ser más gilipollas?

La carcajada de Noelia me arrancó de mi ensoñación y fui devuelta a un mundo en el que mi perfecta boda había quedado reducida a pequeñas esquirlas de hielo. 

—Nena, tú reinventas el concepto de gilipollez. Todo el mundo sabía que JP nunca iba a casarse contigo.

—¿Lo sabían? —susurré, preocupada por la firmeza de esa afirmación.

—Pues claro. Los pijos ricachones de Aravaca se casan con otros pijos ricachones de Aravaca —hizo hincapié, para que se me metiera bien en la cabeza.

—Pues yo no lo sabía, ¿vale? Creí que el amor estaba por encima de esa gilipollez de las clases sociales.

Supongo que me desconcertó lo bien que fluía la velada, la conexión que parecíamos tener JP y yo. Nos comimos el primer plato en un ambiente destensado, haciendo los típicos comentarios que hacen las parejas cuando van a restaurantes pijos y piden la especialidad de la casa.

—El cordero está un poco pasado —por parte del quisquilloso de Juan Pablo.

—¿Pasado? Hala, hala, no inventes. Este es el mejor cordero que me he jalao nunca. Estoy salivando y to´—esa pueblerina observación, evidentemente, me pertenecía, ya que mi educación era igual (o peor) que la de un burro. 

¡Pero eso era lo que a él le gustaba de mí! Decía que le encantaban los contrastes y que nadie le hacía reír como yo. Lo de reír es importante en una relación, ¿no?

En medio de las bromitas, fuimos pidiendo más vino, y otra vez ji ji ja ja, hasta que llegó la hora de pedir la carta de los postres. Todo tan normal. 

Aunque, con retrospectiva, he de decir que yo notaba un poco serio a JP, mandíbula rígida, tirantez en la sonrisa, prisas por acabarnos la comida… Se comportaba como si quisiera decirme algo y no tuviera suficiente valor. O cojones, como solemos decir en Extremadura. Se estaba meneando todo el rato en la silla y no dejaba de mirar la hora. Parecía un demonio de Tasmania con incontinencia urinaria.

Pero vamos, que tampoco me comí yo el tarro en ese momento. Preferí distraerme con la fantasía de una boda de trescientas personas. Había que hacer encaje de bolillos para sentar a mis padres lo más lejos posible el uno del otro. Me preocupaba que uno de ellos le clavara el cuchillo de carne al otro.

Mientras esperábamos el milhojas, me pregunté si iba a encontrar el anillo dentro. Habría estado bien. Una anécdota divertida para contársela a nuestros hijos. Eso si no me atragantaba, claro. Porque tener que expulsar un pedrusco como el que yo me imaginaba, vaya telita.

Abrí los ojos en un gesto de horror al colárseme dentro de la cabeza una imagen demasiado gráfica y me agarré con las dos manos a las esquinas de la mesa. Ugh. Será mejor que no llegues a tragártelo, me aconsejé a mí misma con aires de gran sabiduría.  

—Lo que quería decirte, Cristina, es que estoy enamorado —fue por fin al grano JP.

Sonreí triunfal hacia mis adentros y solté con mucha discreción la mesa. «¡Sí, sí, sí! Este hombre tan guapo y maravilloso me quiere».

Pero, vamos, que eso yo ya lo sabía, ¿eh? La que lo ignoraba por completo era su querida madre, que no nos había dado ni medio año juntos. Por lo visto, yo era demasiado ordinaria como para que JP se enamorara de mí más allá del calentón inicial. Ay, qué ganas de ver la cara que se le iba a quedar al viejo gollum en cuanto le enseñara mi enorme pedrusco.

—Estoy muy enamorado, de hecho.

—¿Ah, sí?

Mis labios se torcieron en un gesto de indiferencia. La actitud de mujer inabordable siempre queda bien en las películas. Visualicé a Greta Garbo y decidí imitar sus movimientos. ¿Pegaría ella saltitos encima de la mesa? Noooo. Entonces, yo tampoco iba a hacerlo, por muchas ganas de saltar que tuviera. Afrontaría mi compromiso con clase y distinción. Sería la Kate Middelton de la península Ibérica. Haría que mi príncipe estuviera orgulloso de mí.

—No es solo eso —siguió declarando el perfecto padre de mis futuros hijos—. Es que… estoy pensando en matrimonio, hijos, la casa en la playa… El Cantábrico, ya sabes que no me gusta nada el Mediterráneo —se dio prisa por aclarar. 

—Claro, claro. No, ni a mí.

Mentira cochina. Las mejores cogorzas de mi vida me las había cogido en Benidorm. Las cosas, como son. Me encantaba el Mediterráneo, el sol, el calor, las playas abarrotadas de tíos cachas (que destacaban un montón entre alemanes con sandalias y calcetines), lo barato que salía el alcohol, el pescadito frito que entraba de maravilla con una caña bien tirada y fría como el Polo Norte antes del calentamiento global…

¿He dicho ya que el alcohol era muy barato, que los alemanes llevaban calcetines y que las emisiones de CO2 lo han jodido todo?

—El caso es que no puedo dar un paso hacia esa vida si sigo contigo.

Mi sonrisa se mantuvo intacta, aunque me asaltó la terrible sensación de que parecía un tanto forzada. Empecé a notar la musculatura de la mandíbula un poco tensa de tanto estirarla.

—Ya. Noooo, claro que no —me apresuré por darle la razón—. Lo entiendo perfectamente.

No entendía una mierda. ¿Quería eso decir que ya no iba a pedirme matrimonio?

—¿No me odias, verdad, por haberme tirado a otra a tus espaldas? Juro que no fue premeditado. Una debilidad. Y luego otra debilidad. Y otra. Y me temo que otra… Ay, Cris, ¡dime que no me odias!

Juan Pablo me miraba con ojillos de cachorro apaleado.

No, no te odio, hijo de la grandísima ¡¡puta!!

¡¡TE DETESTO!!

Desearía que nunca hubieras nacido. ¡Maldigo el día en el que tu madre SE ABRIÓ DE PIERNAS PARA TRAERTE A ESTE MUNDO! ¡¡OJALÁ SE TE SEQUE EL RABO Y NO PUEDAS FOLLAR CON ESA ZORRA NUNCA MÁS!!

—Desde luego que no —aseguré en el mundo real, con la serenidad de un psicópata—. Somos adultos, esto pasa a diario. Las relaciones se enfrían y… a la verga, boludo. ¡MÁS VINO! La… ¿conozco?

«¡¿Por qué estás hablando como si fueras argentina?! Contrólate, joder. Y no grites como una desquiciada».

Juan Pablo se calló al ver que el camarero se acercaba con una botella sin abrir. Me dedicó una sonrisa tensa y los dos esperamos a que descorcharan el vino antes de seguir hablando del tema de su infidelidad.

No correspondí a su sonrisa y lo seguí mirando como una psicópata. La tensión chisporroteaba en el aire.

El camarero debió de olerse algo raro, puesto que llenó deprisa nuestras copas y se dispuso a retirarse.

—Deje la botella —gruñí, agarrándolo por la manga del uniforme.

Mi tono no admitía contradicción.

JP me miró ojiplático y esta vez sí intercambiamos una sonrisa rígida. El camarero dejó la botella encima de la mesa y se retiró con una leve inclinación de la cabeza. Nadie respondió a su gesto. JP se mantuvo tenso en la silla y yo lo seguí mirando implacable.

—No, no creo —dijo por fin—. Se llama Cayetana. Nos conocimos en la iglesia. Trabaja de voluntaria en el comedor social.

Claro que sí. Una buena samaritana del agrado de sus conservadores padres. Nadie quiere de nuera a una desquiciada de lengua viperina, que se va de fiesta hasta las tantas, llega a casa en un deplorable estado de embriaguez y al día siguiente tiene demasiada resaca como para dejarse ver en la iglesia.

Y, si se deja ver (con las gafas de sol puestas, eso sí, porque ¿a quién se le ocurre poner la misa en un DOMINGO, después de un SÁBADO?), se duerme durante el sermón y se pone a roncar como un cerdo ibérico en mitad de la liturgia.

No, ellos quieren a Cayetana, la servicial voluntaria del comedor social. Ugh. Cómo la odio. Cayetana. ¿No había nombre peor?

«Pero da igual», me serené mientras me valía del tenedor para atribuirme la custodia del postre. ¡Compartir y una mierda! Ese tío había cortado conmigo después de dos años de relación, así que el milhojas me lo quedaba yo en concepto de daños morales.

Mientras lo atravesaba furiosa con el tenedor (el milhojas, no a JP, aunque eso último me hubiese complacido mucho más), decidí afrontar nuestra ruptura con clase y distinción.

A fin de cuentas, yo aún era joven (porque se es joven a los 32, ¿no?, aunque la Comunidad de Madrid —cabrones, cabrones, cabrones— te haya retirado el Carné Joven), estaba buena (dentro de la media general) y tenía grandes perspectivas de futuro (dejar de ser auxiliar administrativo y convertirme en oficial administrativo). Joder, lo tenía todo. ¿Y a mí qué si un gilipollas estirado cortaba conmigo? Había otros mil millones de gilipollas estirados con los que poder casarse, tener hijos, llevar a los hijos a misa todos los domingos…

Puff, qué pereza. ¿No podrán empezar la misa a la una o a las dos de la tarde? Así uno no madruga ni se queda dormido durante el sermón.

Resolví enviar mi propuesta al buzón de sugerencias de la Iglesia Católica. Luego me pregunté si la Iglesia Católica tendría un buzón de sugerencias. Esperaba que sí. ¿Cómo si no les iba a escribir la gente? ¿O es que la gente que tiene fe no sugiere y solo acata?

Me pareció una reflexión tan interesante que me quedé absorta durante un buen rato. Cualquier cosa era mejor que afrontar el tema de la ruptura.

—¿Me das un poco? —se materializó JP en medio de mi debate sobre los buzones de sugerencia de la Iglesia y la cuestión de la fe en general—. Tiene una pinta riquísima.

Sí, hombre. Lo llevas claro.

Empleé otra vez el tenedor para alejar el plato de sus invasoras garras.

—¿Qué?, ¿esto? No, no. Ahora que te vas a casar, tienes que guardar la línea. Estás un poco fofisano, macho.

Juan Pablo, aterrado, metió tripa y enderezó la espalda. Estaba buenísimo, el jodío. Y de fofisano nada.

Pero, vamos, que no tenía sentido que me fijara. Con el milhojas yo ya me daba por servida. ¿Quién necesita a un tío bueno si hay azúcar glas y crema pastelera?

—¿En serio? ¿Crees que he engordado?

—Uf, sí. Bastante. Y juraría que empiezas a tener entradas —le dije con la boca llena y las comisuras de los labios salpicadas de azúcar glas. (Me vi reflejada en la pantalla del móvil).

El pobre Juan Pablo salió disparado hacia los servicios para mirarse las entradas.

—¡Y canas! —grité detrás de él, para acojonarlo aún más.

Sola en la mesa, me zampé el milhojas de tres bocados, me bebí tanto mi copa de vino como la suya y, sustrayendo la botella porque, de todos modos, ya estaba pagada, o casi, me largué mientras JP se seguía contemplando en el espejo como un Narciso enamorado de su propio reflejo. El camarero se me quedó mirando atónito al ver que me marchaba tan ancha, con la botella de vino en la mano.

—No me estoy haciendo un sinpa—lo tranquilicé de inmediato—. Yo cuando me voy, me voy con la cabeza bien alta, ¿eh? Dígale a ese capullo adúltero que lo mínimo que puede hacer es pagar la puñetera cuenta.

El camarero empezó a parpadear histéricamente. Le dediqué una sonrisa adorable y empujé la puerta con el hombro. Todo tan normal. Si es que yo soy muy razonable cuando quiero. Buena como el queso. Nunca la lío ni hago locuras. Las rupturas tampoco tienen por qué ser tan traumáticas, ¿no? ¿Que las cosas ya no funcionan? Bueno, pues no pasa nada. Adiós y tan amigos.

Fuera del restaurante, me encendí un pitillo, me envolví en la americana y, embargada por esa sosegada dignidad, eché a andar bajo la llovizna en dirección al Bernabéu. Quería llegar más tarde que él a casa, para que pensara que me había ido de fiesta por ahí o, peor aún, que me había arrojado desde un puente. 

—Eso, eso, que se sienta culpable, el muy hijo de perra. Su conciencia católica cargada de pecado y penitencia. Jaja ja jaja.

Mientras yo me reía como Cruella de Vil en plena Plaza Castilla, pasó un coche demasiado cerca del bordillo y arrojó hacia mí una enorme tromba de agua y barro. Ay, no. Mi precioso vestido nuevo, que me había comprado especialmente para mi supuesto compromiso, estaba de pronto destrozado.

Me quedé mirándome la ropa, boquiabierta, y me asaltó otra idea terrible: ¡me había convertido en un perfecto cliché de película romántica! El abandono, la lluvia, el vestido lleno de barro…

—¿En serio? —exigí explicaciones a alguien ahí arriba—. ¿Tenía que llover precisamente hoy? ¡¿En el PUTO país más seco de Europa?!

Pero, vamos, que no iba a llorar ni nada, ¿eh? Yo no soy de esas mujeres patéticas que necesitan a un tío para ser felices. Yo me basto y me sobro conmigo misma. ¿Juan Pablo? ¿Qué Juan Pablo? ESA es la pregunta.

Tropecientas copas más tarde

¡¡¡Me quiero morir!!!

No puedo seguir aguantando esta desesperación. ¡Juan Pablo no ha vuelto a casa!

Seguro que se está follando a la Cayetana esa. Fuera y dentro, fuera y dentro.

Aaaayyyyyyyy. ¿Por qué, por qué, ¡¡por qué!! no puedo sacarme esa imagen de la cabeza?

En mi mente, Cayetana es una rubia de piernas larguísimas y acento pijo de o sea.

O sea, tía —la imito, haciendo muecas en el espejo del baño.

La perfecta, guapísima y rubia Cayetana, poniendo cara de asco, como si alguien se hubiese tirado un pedo demasiado cerca de ella. Los pijos siempre ponen esa cara. Es su signo de distinción. Es como el pelo de los jóvenes militantes del Partido Popular. Seguro que en la peluquería esos tíos van y piden el corte pijo y los peluqueros saben perfectamente de lo que están hablando.

El pitido del microondas interrumpe mis reflexiones sobre moda capilar entre los hombres de derechas y me recuerda que estoy haciendo burritos. O lo que viene siendo su versión congelada.

Ya cansada de hacer muecas en el espejo, salgo del baño, voy a la cocina, abro el microondas (no he usado un plato, con lo que está todo asqueroso ahí dentro) y me zampo el burrito de un solo bocado. Es casi grotesco ver mis mejillas deformadas y el esfuerzo que hago por empujar todo el burrito dentro de mi boca.

Mientras mastico y observo mi reflejo en la puerta del microondas, empiezo a indignarme otra vez. ¿Cómo ha podido dejar a una mujer capaz de comerse un burrito de un solo bocado? Eso tiene mucho mérito. Y todo para liarse con una piba llamada Cayetana. 

Anda que llamarse Cayetana…

Seguro que tiene un Fiat 500. Casi puedo verlo aparcado en la puerta de su casa de Aravaca. Y seguro que es de color rojo, ese rojo Ferrari que tan bien imitan los de Fiat.

—¡Yo siempre he querido tener un Fiat 500 rojo! —estallo, y me lanzo a los pasillos del piso como un alma en pena, poseída por sentimientos contradictorios que empiezan en depresión y acaban en asesinato. 

—Maldita zorra, tiene todo lo que yo quería, el Fiat, a JP, la casa en el Cantábrico… ¿Y qué tengo yo? ¡Ja! Celulitis, un hámster que me da pánico y, ¡anda, mira!, ¡las comisuras de los labios manchados de helado de chocolate! —me indigno delante del espejo del pasillo. 

El hámster me lo regaló JP en nuestro primer aniversario. Nunca tuve el valor de decirle que me dan repelús los roedores. No puedo ni tocar al bicho. ¿Quién va a darle de comer ahora que JP y yo hemos roto? ¡Se va a morir de hambre!

Ay, qué tragedia más grande, Dios mío. ¡Pobre bichito! Si él no ha hecho nada. Es una víctima colateral de la maldad de JP y Cayetana. Está claro que vive en un hogar completamente desestructurado. No puedo con tanta crueldad animal.

Y no estoy siendo para nada una drama queen, ¿vale?

Me limpio la nariz con la manga del pijama, me envuelvo en una manta (las rupturas siempre me dan escalofríos) y me voy a la nevera a ver si encuentro otra tarina de helado en el congelador.

Lo revuelvo todo, los chuletones, los salmones (¡qué bien alimentado está el señorito!), los filetes de pollo… Nada. Me he comido todo el helado que quedaba. También me he ocupado de vaciar las botellas de alcohol que encontré abandonadas en un armario, restos de alguna fiesta, quizá de Año Nuevo, ¿a quién le importa? El caso es que ahora no tengo nada que hacer. ¡¡Salvo morirme!!

Me entra un ataque de pánico cuando comprendo que solo me queda el culín de una botella de J&B y yo ¡odio el whisky! ¿Qué voy a hacer ahora? Esto es terrible. ¡A estas horas no queda nada abierto para conseguir más alcohol! 

Sollozando e hipando al mismo tiempo, peino el salón con la mirada en busca de algo que me ayude a sobrellevar este terrible momento de congoja.

Mis ojos dan una vuelta circular y aterrizan sobre el florero que nos regaló la madre de JP cuando nos fuimos a vivir juntos. Puto florero. Siempre lo he odiado.

—Sería una lástima que alguien lo tirara por error —me digo a mí misma. 

Una sonrisa de gremlin malo aflora en mis labios al imaginar las caras de consternación de JP y su madre. 

Desde luego, si se rompiera sería una verdadera pena, porque resulta que es un florero de autor. Por motivos que soy incapaz de explicarme, vale un pastizal. 

Cuando nos fuimos a vivir juntos, aparte del florero, también recibimos unos chorizos de Montesierra, que tan generosamente nos hizo llegar mi madre por MRW. Ahí yo noté la abismal diferencia entre las dos clases sociales. La gente de bien regala chorizos. Los pijos, gilipolleces que no sirven pa´na.

Me acerco de puntillas a la mesa del salón, contemplo el florero frunciendo los labios (el arte hay que contemplarlo siempre con cara de estreñido) y le doy un capirotazo, así, como quien no quiere la cosa.

El florero se tambalea, cae y, ante mi mirada impasible, se estrella contra el suelo y se hace añicos. Qué lástima. Le diré a JP que ha sido el hámster.

Animada por la maldad, desenrosco el tapón de la botella de whisky (a malas malísimas, me puedo apañar incluso con esto) y doy un trago mientras pienso en qué otra lindeza podría hacer antes de largarme.

¡El congelador! Seguro que ahí hay más de 200 € en comida. Me hará falta una bolsa de basura de las grandes. Creo que compré sacos la última vez que llevé el enredón a la lavandería. ¿Dónde los habré guardado?

Corro a la cocina, busco bajo el fregadero, esparciendo por el suelo botes y botecitos de productos de limpieza, y:

—¡Ajá! Se va a enterar este capullo.

Me parece a mí que me estoy enfrentando a la primera fase de una ruptura: la venganza. ¿Pero quién tiene tiempo de psicoanalizarse hoy en día?

Doy otro trago a la botella para armarme de valor y me remango el pijama para ponerme manos a la obra. Cuando uno abandona una casa, tiene que limpiarla, ¿no? Lo mío no es despecho. ¡Es civismo!

Lleno medio saco de congelados y me pongo a pensar en qué más regalos dejarle a JP. Se me ocurren unos cuantos: el contenido de los armarios de la cocina, las sábanas y las toallas del Corte Inglés, sus estúpidas botas Timberland…  Seguro que hay gente necesitada ahí fuera. Soy cívica y generosa. Un prodigio de mujer. ¿Por qué me habrá dejado? Está claro que ese gilipollas repeinao no sabe lo que se pierde. Voy a grabar un vídeo para que vea el partidazo que ha dejado escapar por un estúpido calentón.

Allá voy.

¡Ay, nunca sé cómo va esta mierda de móvil! ¿Será qué hay que pulsar este botón?

—Probando. Probando.

Doy golpecitos en la pantalla y me veo a mí misma, toda despeluchada, dando golpecitos en la pantalla. Funciona. Estupendo.

—Holaaa, JP. Soy Cris, el amor de tu vida, aunque tú, capullo narcisista, no lo sepas aún. Fíjate lo que estoy haciendo. Limpieza general. Mindfulness, congeleitorfulness y armariofulness, o como coño sea que se diga eso en inglés. Ay, y lamento decirte que el florero de tu madre ha pasado a mejor vida. ¡Ha sido el hámster! —Intento sofocar la risa; se supone que tiene que parecer auténtico—. Malvada criatura. Mira que le he regañado y todo, pero nada. No se arrepiente de nada. —Me acerco mucho a la cámara, miro a derecha e izquierda como para cerciorarme de que nadie me escucha y susurro—: Creo que es un sociópata.

Ta-naaan. Falta la musiquita dramática. ¿Se podrá editar el video?

Después de vaciar el culín

Arrastro los tres sacos fuera del ascensor y salgo a la calle. Hay que joderse el frío que hace. Espero encontrar a alguien a quien donar todo esto, aunque no parece demasiado probable dado el mal tiempo y la llovizna.

Para no tener que cargar con cosas a lo tonto, dejo los sacos apilados en la puerta del portal y decido dar una vuelta de reconocimiento por el vecindario.

Salvo un puñado de gatos vagabundos, no hay nadie. Si mal no recuerdo, en uno de los sacos tiré dos botes de caviar. Regreso corriendo junto al edificio, me doblo sobre la basura y lo revuelvo todo hasta que consigo localizar el caviar, un pequeño bote que acerco a la luz de una farola y achino los ojos para leer la etiqueta.

Del caro. Vaya, vaya. Este JP tiene muy buen gusto. Salvo para las mujeres, claro. Esa Cayetana es un zorrón. Hacen una pareja espantosa. Sus hijos serán tremendos.

—Ven, gatito misimisimisi. Aquí, gatito, pis pispis. ¿Quién se va a comer un buen plato de caviar?

Al ver que el gato me está toreando, abro el bote y esparzo su contenido por toda la acera.

—A ver si corres ahora, so cabrón. Hala. Atrévete a dejarme plantada.

El gato se quiere acercar, pero desconfía. Empiezo a impacientarme. ¡Hace frío, coño! Gato del demonio…

—Vamos, gatito. ¿A qué estás esperando? Yo ya no estoy para más rechazos, te lo digo.

Al final, el instinto de supervivencia del gato es más fuerte que el miedo y se acaba acercando al caviar.

Me siento en el bordillo de la acera y lo observo mientras come.

—Está rico, ¿eh?

Su majestad se detiene para relamerse. 

—Sí, ya lo creo que está rico.

Complacida, me levanto, agarro los sacos y los arrastro hasta los cubos de basura más cercanos. Una pena que no haya podido donar las botas a nadie. Las dejaré fuera del cubo, por si pasara algún necesitado por la zona. Están nuevecitas.

Los congelados los tiraré, no vaya a ser que alguien los coja mañana en mal estado y se envenene.

Hay que ver cómo acaban las relaciones. Dos años de tu vida, amontonados en tres sacos de basura. Vaya mierda.

2

Domingo, dos Cajas Rojas de Nestlé ingeridas y treinta y dos cajas de mudanzas trasladadas de Arturo Soria a Tetuán

No he podido poner orden en mis pensamientos en todo el día. He estado muy ocupada con esto de la ruptura y la mudanza. Menudo follón trasladar todas mis cosas al piso de Noelia. Si al menos Noelia viviera sola…

Pero no, comparte piso con Jaime, un tío insufrible que se gana la vida escribiendo novelas que nadie tiene tiempo de leer. A Noelia le encanta su amigo Jaime. Ay, tía, es que es tan guapo, tan divertido, taaan creativo…

No sé por qué le ve con tan buenos ojos. En mi humilde opinión, Jaime es un cretino con mayúsculas. No puedo ni verle. Me trata como si fuera una desquiciada. ¡A mí!

Lo cual me pone tan nerviosa que he de admitir que en su presencia me comporto como si fuera una desquiciada.

Lo siento. La presión me puede. Hablo sin parar, y hasta yo misma me doy cuenta de que no digo más que sandeces.

Si al menos él dejara de observarme con esa sonrisa condescendiente de tipo intelectual…

—¿Qué? ¿El pijo se ha follado a otra? —me intercepta el infame en la misma entrada del piso. Voy cargada con el hámster y la última caja de mudanzas, y él va en calzoncillos y con una taza de café en la mano. ¡Esas no son formas de recibir a los invitados! Además, de alguien como él esperaba al menos una bata y un puro.

—¡NOELIA! —aúllo, fulminando a mi nuevo compañero de piso con la mirada.

Mi amiga sube deprisa las escaleras y se planta en la puerta.

—¿Qué? —pregunta sofocada, apoyándose contra la pared para recuperar al aliento—. Joder, qué susto. Pensaba que se te ha caído la caja encima del pie.

—¿Qué le has dicho a este?

—Me ha dicho que tu querido JP se ha follado a otra —resume Jaime, que me dedica una sonrisa detestable cuando lo vuelvo a mirar.

—¡Tía!

El ovalado rostro de Noelia se tiñe de arrepentimiento. Aunque los arrepentimientos no excusan los hechos.  

—Joder, es que me preguntó por qué lo habíais dejado.

Me vuelvo hacia la manzana de la discordia y le regalo una sonrisa de lo más falsa. Una sonrisa a lo Cayetana, que seguro que esa zorra roba-maridos sonríe así.

—No es asunto tuyo, Jaimito de mi alma.

—No, claro que no. Pero en cuanto empieces a ver películas de mierda en la tele del salón, se convertirá en asunto mío, princesa.

Le saco la lengua y entro en la cocina para poder apoyar la caja en alguna parte. Estos libros pesan un montón. No sé para qué los tengo. Si, total, nunca leo…

—¿Y bien? ¿Cuál es mi cuarto? —le pregunto a Noelia, intentando parecer entusiasmada con todo este follón de la mudanza.

La otra opción sería tumbarme en el sofá y ponerme a lloriquear, y no pienso darle esa satisfacción al cretino de Jaime.

Para reforzar el entusiasmo y alejar de mí las ideas homicidas, recurro a la ayuda de una Kit Kat que me saco del bolsillo y mordisqueo con gran satisfacción.

—Bueno… Vas a tener que dormir con Jaime esta noche.

Se me indigesta el chocolate y creo que, además, me he atragantado con el último bocado.

—¿¿QUÉ?? —nos horrorizamos Jaime y yo al unísono, y luego intercambiamos una mirada confusa. Bueno, al menos algo tenemos en común: el horror y la confusión. 

Noelia se hace pequeñita pequeñita y nos dedica una sonrisa de dientes apretados.

—Es que Sandra no puede dejar el piso hasta el día quince.

Sandra es la chica a la que han tenido que echar para que yo pudiera instalarme.

—¿Y por qué no puedo dormir contigo?

—Es que… Mark… está…

Pues claro.

—En pelotas, echándote los polvos de tu vida —termino la frase por ella—. Vale, lo pillo. Parece que últimamente sobro en todas partes.

Mark es el novio british de Noelia. Profesor de inglés y un tío majísimo. Me cae bien. Debe de ser el primer novio de Noelia con el que realmente tengo afinidad. Me encanta su manera de decir bloody hell, así, a lo Elvis Presley.

—No es que sobres, nena. Tú siempre serás bienvenida aquí. Lo que pasa es que ha sido todo tan precipitado…

—Y que lo digas. —Rompo un cachito de chocolate y se lo doy de comer al bicho. Eso sí, sin tocarle—. Las rupturas deberían venir con quince días de preaviso, como los despidos. ¿Crees que puedo demandar a JP por ruptura indebida? No me vendría mal una indemnización, ahora que hay que pagar alquiler y todo.

Jaime suelta una carcajada gutural.

—Oye, no es mala idea.

—No te lo he preguntado a ti, pedazo de cretino.

—Uy, uy, uy, esta está muy amargada —se le queja a Noelia.

Lo pulverizo con la mirada. Él, muy tranquilo, se acerca la taza a los labios y le da un sorbo al café. Me sonríe y todo. Finjo vomitar.

—Te prometo que mañana Mark se irá a su casa y tú podrás dormir conmigo, pero esta noche…

—Sí, sí, tranquila, dormiré con este pervertido, ¿qué se le va a hacer?

—Eh, eh. No nos apresuremos. Yo aún no he dicho que sí.

Le pongo mala cara. A él y a esa expresión burlona que reluce en sus ojos.

—Tío, soy la primera mujer que pisa tu cuarto desde el verano del 92. Los dos sabemos que estás encantado.

—Ja ja —ironiza, sin que mis acusaciones le hagan la menor gracia.

—Vamos, chicos, solo es esta noche. Seguro que os podéis llevar bien durante una noche. Sobre todo, porque vais a estar los dos dormidos.

Adoro el optimismo de Noelia. Creo que es su mejor cualidad.

—Vale —cedo malhumorada. ¿Qué otras opciones tengo?, ¿dormir bajo un puente?

—Pero vamos a poner un muro de cojines, que no me fío de ti. Estás soltera y desesperada.

La fulminante fuerza de mis ojos cae sobre Jaime y, aunque el hastío se me trasparenta en la cara, él no parece demasiado intimidado. 

—Tranquilo, macho. Tu virtud está a salvo. No tengo el más mínimo interés amoroso en ti. De hecho, fíjate lo que te digo, si tú y yo fuésemos los únicos supervivientes de un apocalipsis zombi, dejaría que nuestra raza se extinguiera con tal de no tener que acostarme contigo. Capicce?

El muy capullo brinda por ello con su taza de café, me guiña el ojo y desaparece por el pasillo con una sonrisa socarrona de lo más irritante.

—Le detesto —gruño entre dientes en cuanto Noe y yo nos quedamos a solas.

—Es buen tío, te lo prometo. Un poco maniático, eso sí. No soporta el desorden y las películas ñoñas. Pero cuando se le llega a conocer, es un amor.

—Lo dudo. Además, ¿cómo pretendes que nos llevemos bien cuando yo soy la reina del desorden y de las películas ñoñas?

—Tú haz un esfuerzo, ¿eh? Ya verás cómo le acabas cogiendo cariño.

—Lo mismo dijiste del hámster, y ya ves que no.

—Bueno, pero Jaime es un tío, no un roedor. ¿También tienes pánico irracional a los tíos?

—¿Después de lo de JP? Quiero castrarlos a todos —declaro entre dientes mientras mi mirada se pierde a lo lejos.

Los psicópatas en la tele siempre se quedan con la mirada perdida cuando planean hacer el mal.

En la cama de Jaime, una frase que nunca pensé que diría…

Me he tapado hasta el pecho con la sábana, no vaya a ser que el pervertido caiga en la tentación. Con lo buena que estoy, seguro que no consigue dominar sus impulsos.

A ver, buena, lo que se dice buena, tampoco es que lo esté, todo hay que decirlo. No corro a no ser que me persiga un perro, mi comida favorita es el doble Wooper con beicon y queso y ¿para qué beber agua si Dios ha sido tan amable de concedernos el vino? Vamos, que soy más bien normalita, tirando a cuerpo botijo de cuello para abajo. Pero para Jaime, que nunca sale de su madriguera, seguro que soy todo un pibón. No quiero que sucumba al acoso. Uf. Soy tan buena y noble que doy asco. No dejo de preocuparme por los demás. Uno de mis innumerables defectos.

Coloco la espalda entre dos almohadas y finjo leer con suma concentración una novela filosófica. Eso siempre da bien de cara al público. Paso un par de páginas con aire de entendida (no he comprendido una mierda de lo que he leído hasta ahora) y me aclaro la voz con un poco más de ímpetu del necesario.

Sin embargo y para mi desesperación, Jaime no me lanza ni una mísera mirada. Está de espaldas, tecleando deprisa en su ordenador. ¿De qué sirve leer una novela incomprensible si no tienes a nadie a quien impresionar? Mi mueca de entendida empieza a agriarse.

A ver, que no es que yo me pase la vida intentando deslumbrar a los demás con mi desarrollado intelecto y mi vasta (casi inexistente) cultura general. ¡Por Dios, no! Eso es algo que solo hago con Jaime. No puedo evitarlo, es algo superior a mí. Él y sus aires de escritor atormentado, él y sus comentarios sobre Ernest Hemingway y Arthur Miller (quién quiera que sean esos dos), él y su maldita sonrisa condescendiente de no te estás enterando de nada, Cristina. Por algún motivo, necesito estar a la altura, impresionarle. Es frustrante, dado que el tipo ni siquiera me cae bien. Lo considero un desgaste inútil de tiempo y energías.

Pero, como acabo de decir, no puedo evitarlo.

—¿No vas a venir a la cama? —le pregunto, cuando ya no aguanto más mi soporífera lectura.

—Estoy escribiendo, ¿no lo ves?

—Ah —digo, y bostezo aburrida.

Se produce una pausa y luego escucho otra vez las teclas del ordenador. Me propongo dejar en paz a Jaime y dormirme de una vez. De todos modos, he tenido un día largo y muy duro y me hace falta descansar. Aún no he llamado a mi madre para decirle que JP y yo hemos roto. Menudo disgusto se va a llevar la pobre. Le encantaba JP porque vestía camisetas en las que ponía Jean Paul Gaultier y mi madre creía que ese era su nombre traducido al francés.

—Mamá, que se llama Juan Pablo Gutiérrez.

—Pues eso, hija. Jean Paul Gaultier. Es muy sofisticado que un hombre cosa su nombre en la camiseta. En francés, además. Fíjate qué nivel. La Reme se va a poner negra de envidia cuando se lo cuente. Ni Christian Grey es tan sofisticado.

Nada, no había manera de hacer entrar en razón a la buena de Puri, que a partir de ese día empezó a coser en su ropa Purifiqueison, la supuesta versión inglesa de su nombre. No se le ocurrió el correspondiente francés.

—¿Y qué escribes? —le pregunto a Jaime otra vez. Me aburro.

—Una novela —me gruñe. ¿Será que quiere que me mantenga en silencio?

—¿De qué va?

—De un asesino que se carga a todo el que le incordia.

¿Eso lo dice por mí? Pero si yo soy un amor. Yo nunca incordio.

—¿Puedo leerla?

—No la comprenderías.

—Por favor. Si yo leo a tíos mucho más listos que tú.

Jaime se vuelve con la silla y me dedica una mirada de puro escepticismo.

—Dime uno.

Echo un vistazo rápido al libro que he dejado en la mesilla.

—Nissan.

—Ese es un coche.

Vaya.

Luchando por mantener intacta mi expresión de tía lista, miro el libro de refilón e intento descifrar el nombre del autor.

Joder, tengo que ir ya a lo de la miopía. A lo lejos veo menos que un murciélago. Y la vista periférica nunca ha sido lo mío.

—Nie… niez…

¿Qué coño de nombre es este, de todas formas?

—¿Nietzsche? —me sugiere Jaime desconcertado.

—¡Ese!

—Claro. Te pega completamente leer a Nietzsche.

Sonrisa condescendiente. ¿Por qué? ¿Por qué? ¡¿Por qué?!

—Pues que sepas que me gusta el tal Nie… niet… nisss… chhhhhh.

—Nietzsche.

—Justo lo que estaba diciendo.

—Ajá.

Más escepticismo. Maldito Jaime y su intelecto privilegiado.

—Lo digo en serio. Me gusta su planteamiento sobre…

—¿La media naranja? —me echa un cable al ver que me he atascado otra vez.

—Oh, sí, eso. Es muy romántico.

—Es de Platón.

Le pongo mala cara.

—Me enervas, tío.

Jaime enarca las cejas.

—¿Te pasa con todo el mundo, o solo con la gente más lista que tú?

—Que te follen.

—Con todo el mundo —se dice a sí mismo, conteniendo la sonrisa.

—Me voy a dormir.

—Fantástico. Hoy tengo mucha inspiración y me estás distrayendo.

Mosqueada, apago la lámpara de la mesilla y me hago un rollito de primavera con la sábana. Este tío me pone de los nervios. No sé por qué lo sigo intentando con él. ¿Y a mí qué si no le caigo bien? Que se joda. Tampoco tenemos por qué ser amigos. Con no acuchillarnos en el desayuno me vale.

Golpeo la almohada con ira para colocarla bien, cierro los ojos y me obligo a dormirme.

Pero resulta que, cosa curiosa, hay un sonido particularmente molesto que me lo impide. Unos deditos aporreando deprisa las teclas de un ordenador y cada una de las terminaciones nerviosas de mi cuerpo. Una, y otra, y otra, y… ¡OTRA VEZ!

Doy una vuelta brusca en la cama para que se dé por aludido, gruño sonidos inarticulados y me subo la sábana hasta las orejas. Me dormiría, de no ser por ese ruido que…

—¡Deja ya de teclear, cojones, que son las doce de la noche y yo mañana trabajo!

El ruido se detiene en seco.

—Espera, ¿te molesta esto?

—¡Sí!

—Vale.

Y sigue tecleando, el muy capullo. Aaaarrrrrggggghhhhhh.

Abrazada a un torso desnudo

Me despierta el calor.

Por Dios, menudo sofoco.

¿Qué…? Ay, Juan Pablo me ha abrazado. Qué agustito. Hmmm, qué bien huele. Y qué áspera es su mejilla.

Un momento. ¿JP se está dejando barba? ¿Será que ha hartado de ser tan conservador? Como sea, me gusta el tacto de su barba al pasar los dedos por encima de su mejilla. Me parece muy masculino.

Mi mano recorre despacio una nariz recta y casi aristocrática, un labio inferior de una sensualidad capaz de mantenerte en vela toda la noche, una mandíbula firme y un tanto áspera… Hmm, y qué musculatura tan plana, pienso al bajar la palma por su pecho y sus brazos. Me estoy poniendo burra. Y cuando yo me pongo burra… Uf.

No voy a poder dormir con este calentón, y mucho menos si en la oscuridad JP tiene el aspecto del maldito Gideon Cross, así que meto la rodilla entre sus piernas y subo despacio, hasta que me topo con una resistencia cálida y blandida. A ver si conseguimos que deje de estar blandita y se ponga dura. Seguro que sí. Se me ocurre una travesura.

Cuelo la mano entre nuestros cuerpos y rodeo su miembro con los dedos. Este reacciona, se estremece y me da un pequeño empujoncito que me hace sonreír en la oscuridad. Veo que alguien está por la labor.

Ejerzo más presión con la rodilla y arrimo los labios a los suyos mientras lo sigo estimulando con la mano. JP gruñe y, con la boca encima de la mía, corresponde poco a poco a mis pequeños besitos. Está despertando. Y, por lo que estoy notando, no es el ú-ni-cooo.

—Mira que te dije que había que poner un muro de cojines —farfulla con voz ronca.

Con una exclamación ahogada, abro los ojos con espanto y suelto de golpe sus labios y sus partes. ¡Ay, mierda! Esa no era la voz de JP. ¿Dónde… dónde…?

Enciendo deprisa la lámpara mesilla.

Me aparto.

Grito.

Todo un espectáculo.

—¡¡Ah!! ¡Me cago en la puta! ¡Tú!

—Pero sigue —me dice Jaime, que tiene una sonrisa lánguida y medio amodorrada en el rostro—. Me estaba empezando a gustar el acoso.

La puerta se abre de sopetón y Noelia y Mark aparecen en el umbral, despeinados y medio desnudos.

My goodness, Christine. What a scream! Are u all right?

Hi, Mark. I’m fine, yes. How are you? And your family?

Cruzo un brazo sobre el pecho, flexiono el otro para apoyar la barbilla en el puño cerrado y aguardo paciente su contestación. Es un momento embarazoso. Muy embarazoso. Y que yo intente afrontarlo con perfecta normalidad no lo vuelve menos incómodo.

—Déjate de historietas. ¿Qué ha pasado? He oído gritos.

—Tu amiga intentaba seducirme —se vanagloria el capullo de Jaime.

—¡Tía! —se horroriza Noelia.

—No es lo que parece —me defiendo yo, levantando las palmas para instar a la calma.

—¿No me estabas frotando la polla con la mano y besándome en los labios?

—Hombre, visto así…

Mark me mira boquiabierto. Está escandalizado, tan escandalizado como solo un británico podría llegar a estar.

Christine, are u a bad roommy?

Very, very bad, Mark —asegura Jaime de lo más solemne—. Agareisen la polla de uno in the middle of the night. No hay derecho.

—¡¡Tía!!

—No le estaba… Bueno, sí, le estaba agarrando la…. ¡Eso! ¡Pero es que creía que era Juan Pablo!

—¿De verdad? Pues no sé qué es lo que ha dado pie a tamaña confusión. Yo no tengo ni un pelo de pijo. Fíjate. Todo el mundo dice que soy un tío de lo más campechano.

—Campechano los cojones —lo acallo con mala uva—. Noe, de verdad, te juro que no intentaba acostarme con él. Me desperté desorientada, y este me estaba abrazando y creí…

—Eh, eh, eh. La que me abrazó fuiste tú, para empezar. Si no te aparté fue porque no quería despertarte.

—No me apartaste porque eres un pervertido.

—Mira, princesa, la que me estaba metiendo mano eras tú. Así que de perversiones entenderás más que yo.

—¡Te metí mano porque creí que eras JP, pedazo de cretino!

—Sí, sí, sí. Eso es lo que dices ahora, que te han pillado in fraganti.

—Aaarrrgggghhhhh. ¡Le O-DIO!

—Pues ódiale mientras te duermes, que yo mañana tengo que madrugar. Por favor, menudo follón. ¡Y eso que acabas de llegar!

Noelia agarra a Mark de la camiseta, lo arrastra al pasillo y cierra la puerta con la misma mala leche con la que la ha abierto. Hundo la cara entre las manos y me deshago en un gemido. Qué vergüenza, Dios mío.

Jaime se me acerca hasta que su cadera roza a la mía y un delicioso olor masculino me envuelve como una caricia que no presagia nada bueno.

—Bueno, ¿tú y yo seguimos o qué?

—Vete a la mierda —rezongo, dándole un codazo en el pecho para que se aparte de mí.

—Vale, vale. Solo era una sugerencia. Jolines, qué carácter tiene la señorita.

Me revuelvo furiosa bajo las sábanas y me pongo de espaldas a él.

—¡Y no se te ocurra arrimar esa cosa a mi trasero! —advierto en el acto, con todo el remilgo del que soy capaz.

Su risa sofocada sacude el colchón.

—Tranquila, doña Inés. Ya ha bajado.

—Encima, con problemas para aguantar la erección. Menudo fichaje.

Vuelve a reírse. Su risa es tranquilizadora. Cálida. A pesar del mosqueo, el sueño empieza a vencerme.

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