INSACIABLE, TRILOGÍA COMPLETA: PRIMEROS CAPÍTULOS

Destacado

Todo empezó con una chispa…

Prólogo

En la actualidad, Austin, Texas

El fuego siempre ha sido y, al parecer,

seguirá siendo siempre,

el más terrible de los elementos.

(Harry Hudini)

Desde la más temprana edad me he sentido fascinada por el fuego.

Mi padre solía llamarlo pecado y asociaba sus llamas con el Infierno y todo lo malo que había en el mundo.

A mí, en cambio, verlo arder me resultaba hipnótico.

La danza de las llamas avivaba en mi interior un sentimiento que mi infantil cerebro nunca supo entender del todo. Supongo que ahora, a estas alturas de mi vida, lo definiría como paz.

El fuego, terrible e indomable fuerza, capaz de consumir el mundo entero, solo deja a su paso una siniestra quietud.

Y, por supuesto, copos de ceniza, humeantes vestigios de algo que una vez hubo.

De pequeña, me pasaba incontables horas contemplando la chimenea, embebida en el crepitar de las chispas, en el modo en el que la materia se derretía bajo el bullicio de las llamas.

Tanto me cautivaba el fenómeno que, por unos momentos, todo cuanto me rodeaba se desdibujaba. Los contornos se desvanecían, las compuertas caían. No existía nada más allá de esa llamarada y de mí.

El fuego tiene algo de sensual, ¿verdad? Es pura pasión. Es locura. Es misterio. Es aventura.

Pero, por encima de todo eso, es inexorable destrucción.

He sido ingenua. He pensado que podría dominar sus llamas, someterlas a mi propia voluntad. No he sido capaz de ver que el fuego es un elemento soberbio que jamás se deja controlar. El fuego es quien te controla a ti, no al revés, y, como te descuides, puedes acabar ardiendo.  

Dicen que el fuego solo puede ser combatido con la gelidez del hielo. La abrasadora pasión, apagada por oleadas y oleadas de fría indiferencia.

Pero, ¿por qué alguien querría combatir el fuego? ¿Por qué no, sencillamente, apartarse y dejarlo arder en llamas?

Yo lo he hecho, y ahora mi historia comienza con este inevitable final.

Al parecer, algunas veces no se precisa más que de una débil chispa para desatar todo un infierno de llamas.

Qué curioso, ¿verdad?, toda la destrucción que abarca algo tan diminuto y tan hermoso como una chispa; algo así de fascinante.

―911, ¿cuál es su emergencia?… ¿Hola?… Ha llamado al servicio de emergencias. ¿Cuál es su emergencia?… ¿Hola?… ¿Hay alguien?… ¿Me escucha?

―La escucho ―corroboré con una voz tan hueca como la mirada que se perdía en las gotas de color carmesí que se deslizaban por los azulejos del baño de la segunda planta.

Durante toda mi vida he llamado a las puertas del Paraíso. Y, sin embargo, las únicas que se abrieron para mí fueron las del Infierno.

―¿Señora, cuál es su emergencia?

―Creo que he matado a mi marido.

Se produjo una breve pausa, insignificante para mí.

¿Qué es el tiempo? ¿En qué se mide? ¿Segundos, minutos, momentos, dolor, lágrimas?

No dediqué ni un instante de mi vida a ponderarlo. ¿A quién le importa, en el fondo? Llega un momento en el que cualquier concepto deja de importar. No son más que meras palabrerías.

―Por favor, tranquilícese y… ―fue lo último que escuché antes de colgar.

Una verdad empírica: me tenía que tranquilizar. Supongo que dicen eso a todo el mundo. «Mantenga usted la calma».¿Piensan que no somos conscientes de ello?

Dejé que el teléfono se escurriera a través de mis dedos. Mis manos parecían demasiado laxas como para seguir sujetándolo. No hice ademán de atraparlo ni registré ninguna reacción cuando se estrelló contra el charco de sangre que empapaba mis ridículas zapatillas de peluche.

Mi mirada vacía se movió hacia los cristales que se sacudían ante las fuertes ráfagas de viento que los hostigaba. La rama esquelética de un membrillo golpeó contra la ventana salpicada por la lluvia. ¿Acaso pretendía sacarme de mi abisal sopor?

El balancín del porche soltó una especie de chirrido, parecido al llanto de una mujer. En alguna parte de la casa sonaba una versión instrumental de Lascia ch´io pianga. El melancólico sonido de ese violín me pareció lo más dramático que había escuchado en toda mi vida. Habría dado todo cuanto poseía por poder derramar al menos una miserable lágrima.

Pero no podía. Estaba demasiado congelada.

Al otro lado del cristal, el mundo aguardaba, ceniciento y deprimente. Parecía un buen día para entierros. Mi mente reprodujo la imagen de una limusina negra, repleta de rosas blancas, avanzando lentamente por un oscuro callejón. En los entierros ha de haber rosas blancas. Simbolizan amor eterno.

Ahí, en mitad de la estancia, observé con ojos mortecinos cómo las danzantes sombras del atardecer comenzaban a expandirse con el único fin de engullir el mundo exterior.

¿Qué sabía el mundo acerca de mí? Nada. El mundo no conocía mi historia. Para todos ellos, yo no era más que un juguete roto; una niña a la que habían cortado las alas en pleno vuelo.

Con toda la parsimonia posible, mis ojos se desprendieron de la ventana y se giraron hacia el escenario que me rodeaba: el escenario del crimen, que en unos pocos minutos se vería invadido por numerosos agentes de la ley. Era un caso demasiado importante, lo cual enloquecería a la prensa. Tocaría enfrentarse a una multitud de paparazzi, y flashes, y preguntas incómodas.

Sexo, asesinato y dinero.

Nada atrae más a los seres humanos.

―Adeline, ¿por qué lo has hecho? ―se empujarían entre sí para acaparar el primer plano. Y yo, esposada y custodiada por la policía, bajaría la mirada al suelo y me abriría paso entre ojos tan cortantes como cuchillos.

No había manera de evitar todo ese infierno, lo sabía. Supongo que era otra de las verdades empíricas que formaban mi universo.

«Adeline Carrington irá al Infierno». Una verdad absoluta, innegable.

Me hizo evocar la imagen de un divertido panfleto religioso repartido entre los votantes republicanos de mi padre.

Iría al Infierno y, lo peor de todo, era que la certeza del hecho no me alteraba ni en lo más mínimo. Si mi destino era arder, entonces lo acataría sin rechistar. Ardería. 

Esta vez no iba a refugiarme en un mundo de fantasía solo porque dolía demasiado enfrentarse a las verdades empíricas. No, claro que no. Ya había aprendido de mis propios errores.

Esta vez iba a permanecer ahí, en mi aborrecible presente. Me quedaría para lidiar con el dolor, porque estaba harta de huir siempre.

Y porque sentir dolor, por fin, me parecía algo digno. Noble. Un auténtico alivio.

El teléfono empezó a sonar al lado de mis pies, y su sonido me traspasó como un espasmo físico. No me agaché para cogerlo, no quería tocar toda esa sangre, probablemente aún tibia. Me limité a quedarme ahí, inerte, fascinada por la letra de la canción que había elegido tan solo dos días antes, cuando mi vida todavía parecía normal.

O, al menos, todo lo normal que la vida de alguien como yo pudiera llegar a parecer.

Los ritmos de The Unforgiven de Metallica me envolvieron suavemente, como un chal de seda enroscado alrededor de mis hombros.

Al principio, su abrazo fue delicado y reconfortante, como la caricia de un ser amado que hace mucho que no ves, pero al poco tiempo me di cuenta de que lo que tenía entre manos no era ninguna caricia, sino un arma de doble filo, un arma que hizo que, con cada sonido, con cada palabra que escuchaba de aquella canción que tanto me recordaba a él, la herida de mi alma profundizara, se expandiera hasta provocarme un dolor desgarrador.

Cuando el móvil dejó de sonar por fin, advertí que el violín se deshacía ahora en sonidos agudos, más melancólicos que nunca, terriblemente dramáticos.

La lluvia, en pleno apogeo, descargaba furiosa contra el tejado de la casa, y yo, con ojos frenéticos y respiración trabajosa, era consciente de cada gota, de cada crescendo, de cada maldito ruido.

«De cada salpicadura de sangre».

Con dedos trémulos, me cogí la cabeza entre las manos, me dejé caer de rodillas, sin preocuparme ya por rozar la sangre, y aullé con todas mis fuerzas.

Sin embargo, manifestar la intensidad de mi ira no hizo que el dolor cesara. Al contrario. Explosionó y se propagó por cada célula de mi ser, veloz como la devastadora ola de un terremoto.

Imperdonable.

Todas las malas elecciones que había hecho a lo largo de mi vida también eran imperdonables.  

Mi vida nunca ha sido un camino fácil. Años enteros repletos de interminable destrucción, con unos pocos recuerdos felices, lo único que me sostenía ahora, después de romperme en millares de añicos, esparcidos por el mundo entero cual insignificante polvo de estrellas.

Siempre fui una chica inusual, con una enfermiza obsesión. Un deseo tan, tan terrible… ¿Por qué será que el ser humano siempre anhela lo que jamás podrá tener?

No lo sé. Nunca lo he sabido.

Atormentada por la idea, me acurruqué en un rincón del suelo. Tenías las rodillas llenas de sangre. Las doblé, me las pegué al pecho y me las rodeé con los brazos. Me sentía como una niña indefensa. Odiaba la sensación.

Joder, necesitaba concentrarme. 

Intenté mirar el espacio a través de ojos ajenos, para adivinar qué pruebas encontrarían ellos ahí.

¿El arma del crimen? No, claro que no. El arma del crimen no estaba.

¿Y el motivo? ¿Alguien conocía el motivo?

Por supuesto. El mundo entero sabía que yo era la chica que había construido un castillo de naipes en llamas.

«Nunca juegues con fuego».

Oh, ¿por qué tuve que ignorar su estúpida advertencia?

Por encima de mi cabeza colgaba una bombilla parpadeante. Me obsesionaba de tal modo que no podía dejar de mirarla.

Mi aletargada mente se distrajo preguntándose por qué parpadeaba tanto. ¿Importaba siquiera? ¿Acaso algo de todo eso tenía sentido ya?

Mi mundo había llegado a su último invierno, y a mí se me antojó la extraña idea de que el sol nunca volvería a brillar a través de la espesura de las tinieblas que se acercaban a mí, amenazadoras, cada vez más opresivas.

Ahí ausente, las palabras de mi padre me arredraron más que cualquier otra cosa a lo largo de mi vida.

«Llegado el momento, te destruirás con tus propias manos».

Edward tenía razón.

Lo había hecho.

*****

Y ahora heme aquí, en una pequeña sala, encogida bajo la severidad de unos ojos azules.

Un vaivén de pensamiento me carga la mente, y un dolor físico, sin duda provocado por el cansancio, se filtra por cada partícula de mi ser.

No llevo la cuenta exacta, pero creo que he pasado más de treinta horas seguidas sin pegar ojo. La luz de los fluorescentes se clava violentamente en mis pupilas, oscuras y enrojecidos a causa del cansancio. ¿Cómo pudimos acabar así?

No dejo de preguntármelo mientras intento eludir la gélida intensidad de aquellos ojos que semejan macizos bloques de hielo. El fuego solo puede acabar con hielo. Siempre lo he sabido.

―Buenos días, Adeline. ¿Qué tal te encuentras esta mañana?

Con deliberada lentitud, elevo la mirada para encontrar a la suya.

Da un respingo al cruzarse con las fosas vacías en las que se han convertido mis ojos, fosas sin ninguna clase de emoción o sentimiento delatador en ellas. Tan solo un interminable vacío, imposible de penetrar; imposible de llenar.

Acabo de comprender que lo he perdido todo. No tengo nada. Nunca lo he tenido. Quizá sea mejor así. Cuando solo tienes nada, entonces no hay nada que puedan arrebatarte. 

―No he intentado suicidarme, si es eso lo que te preocupa.

Fuerza una sonrisa un tanto nerviosa y aprieta un botón para grabarlo todo, como si no quisiera perderse ni una sola palabra mía.

Siempre ejecuta la misma acción, nada más sentarse en la silla de enfrente, casi ansiosamente.

A continuación, entrelaza las manos por encima de la mesa y se limita a taladrarme con esos ojos suyos que todo lo ven, incluso cuando brillan ausentes.

Hay veces que, durante las horas que se pasa interrogándome, se entretiene realizando dibujos. He observado que dibujar parece relajarle. Tengo la sensación de que conversar conmigo dispara su nerviosismo, de por sí bastante elevado.

―A estas alturas, sabemos cómo va a acabar esto, pero me gustaría que me contaras cómo empezó. ¿Te sientes capaz de recordarlo?

«Como si pudiera olvidar algo de todo aquello…»

Apoyadas mis muñecas encima de la mesa metálica que nos separa, mis dedos temblorosos rodean el templado vaso de café que alguien me ha ofrecido en algún momento.

No me apetece tomarlo, pero es lo único a lo que puedo agarrarme para no hundirme aún más en ese oscuro abismo que me atrae irresistiblemente hacia sus profundidades. Dulces, dulces profundidades que invitan a asentar los maltrechos huesos ahí dentro para siempre.

―Sí ―carraspeo en un intento por dominar la voz, que se empeña en flaquear justo ahora―. Sí, puedo hacerlo.

Enderezo los hombros para mostrar algo más de seguridad. No quiero que piense que estoy asustada, o intimidada. No quiero su estúpida compasión.

Él cruza una mirada conmigo y se retrepa en su silla, a la espera de que desvele la larga serie de infortunios que destruyeron mis sueños, los truncaron, los redujeron a polvo sin que yo opusiera el menor conato de resistencia.

Adeline Carrington, la chica que nunca tuvo nada; la que siempre lo deseó todo.

―Adelante, Adeline. Te escucho.

Ojalá sus ojos dejaran de hundirse en los míos de ese modo.

Ojalá no fuera este el fin de todo lo que una vez conocí.

«De todo lo que una vez amé».

Sintiéndome como si el mundo entero pesara encima de mis hombros, bajo la mirada hacia el ángel que su mano derecha ha garabateado en la cubierta de la libreta azul.

Exactamente así es cómo comenzó todo esto.

―Quieres que te cuente el comienzo… ―Me quedo mirando ese hermoso ángel, y mi boca se tuerce en una sonrisa cínica―. ¿No es evidente?

El tic tac de su Rolex, un sonido sordo, monótono, resuena en el silencio de la sala.

Un aviso. El tiempo se nos está acabando.

Durante un momento, los dos contenemos el aliento, mientras la angustia se cierne sobre nosotros como un oscuro y asfixiante nubarrón.

―¿Lo es?

Sus ojos me evalúan con intensidad hasta que desvío la mirada, incapaz de seguir aguantando la presión.

Joder.

Me estiro para robar un cigarrillo del paquete rojo que ha dejado encima de la mesa. No dice nada, se limita a observarme. Ni siquiera me recuerda que no se puede fumar aquí dentro.

Mejor. No estoy de humor para sermones.

Cojo el mechero que descansa al lado de sus delgados, ágiles, intranquilos dedos, enciendo el cigarrillo y vuelvo a sonreír, pero mi sonrisa no es más que un gesto amargo y atormentado; abarrotado de dolor.

―Claro que lo es, letrado. ―Expulso el humo hacia arriba y lo miró a los ojos, con una expresión irónica en las esquinas de la boca―. Hay ángeles que tienen sus propios demonios, y resulta que los míos fueron poderosos.

Dos años atrás, ciudad de Nueva York, Nueva York

La actualidad en la prensa «seria»

¿Los republicanos tienen nuevo candidato para las presidenciales?

«El senador Edward Carrington, elegido por los votantes republicanos como el político más carismático del año. Carrington ha accedido a ser entrevistado por un periodista de USA News Channel a la salida de uno de los famosos mítines organizados por su partido para defender la pena de muerte. El senador acudió acompañado por su hermosa esposa, Giselle, y su perfecta hija, Adeline.

Periodista: Senador Carrington, ¿se ve usted en la Casa Blanca dentro de dos años?

Senador Carrington (abrazando a su mujer y a su hija): Si los votantes me ven, yo también me veo. Confío en su excelente criterio (risas).

Periodista: ¿Y qué opinas tú, Giselle? Ser la primera dama de una potencia mundial como Estados Unidos supone todo un reto.

Giselle Carrington: Apoyaré a mi marido en todas las decisiones que tome. Lo único que me hace feliz es verle feliz a él. Y, por supuesto, ver como él hace felices a los ciudadanos americanos.

Periodista: Senador, ¿cuáles son sus metas?

Senador Carrington:¿Aparte de preocuparme por el bienestar de mi maravillosa familia? Es sencillo, John: preocuparme por el bienestar de todas las maravillosas familias que forman esta gran nación. ¡Que Dios bendiga América!

Periodista: ¿Y qué nos cuentas tú, Adeline? ¿Qué se siente al formar parte de una familia tan modélica?

Adeline Carrington (secamente):Ganas de vomitar». USA News Channel

Escándalo protagonizado por los Carrington en una manifestación republicana a favor de la guerra en Afganistán.

«El senador por el estado de Nueva York, Edward Carrington, dio un apasionado discurso, reivindicando la aniquilación de los terroristas (o civiles afganos, para el senador da lo mismo) que amenazan con tambalear la supremacía de nuestro país. Su hija, Adeline, se levantó en mitad de la conferencia, gritándole a su padre, y citamos textualmente, «¡Estás como una cabra!» y «¡Te mereces la puta camisa de fuerza!», antes de abandonar la sala. Al concluir el evento, Giselle Carrington justificó de esta forma el comportamiento de su rebelde hija: «Adeline bromeaba, por supuesto. Parece ser que aspira con convertirse en la nueva Ellen DeGeneres». The Washington Post

Los Carrington, más unidos que nunca.

«Durante un foro republicano, el senador por el estado de Nueva York, Edward Carrington, empleó toda su pasión en hablarnos sobre la importancia de destruir las células terroristas que amenazan con tambalear la supremacía de nuestro país.

Su esposa, Giselle, y su hija, Adeline, le aplaudieron fervientemente y, pese a que Adeline se viera obligada a abandonar la conferencia a causa de una terrible migraña, esta mañana insistió en manifestar en Twitter lo orgullosa que se siente de su padre. «Mi padre es asombrosamente inteligente. ¡Hay que exterminar a esos hijos de puta terroristas cuando antes!» USA News Channel

¿Insinúa Adeline Carrington que los republicanos tienen intención de revivir el holocausto?

«Este es el tweet que ha incendiado las redes sociales de Nueva York. «Mi padre es asombrosamente inteligente. ¡Hay que exterminar a esos hijos de puta terroristas cuando antes!» tuiteó la más joven de los Carrington, instantes antes de colgar una esvástica en su cuenta. Parece ser que la hija del senador Carrington se ha vuelto aún más rebelde con el paso de los años». The New York Times

¡Adeline Carrington NO ha colgado ninguna esvástica en Twitter!

«Esa fue la tajante afirmación de John Carey, el portavoz de los republicanos en el Senado, que se ha apresurado a desmentir la noticia, declarando que Adeline jamás cometería tamaña fechoría.

«Lo más probable es que un hacker se haya apoderado de su cuenta».

Según era de esperar, las sospechas de Carey caen sobre los terroristas afganos.

Adeline se ha negado rotundamente a declarar, limitándose a mostrar en el campus de Columbia una camiseta con un mensaje de lo más polémico: «La libertad de expresión es decir lo que la gente no quiere oír», frase que le pertenece al escritor británico George Orwell». USA News Channel

¿James O´Neill inocente?

«El «abogado del Diablo» consigue que el jurado declare no culpable al famoso boxeador acusado de varias agresiones sexuales.

Robert Black ganael juicio más mediatizado de los últimos años (después del de O.J. Simpson), aun con todas las pruebas en contra de su cliente.

O´Neill ha declarado que su abogado ha hecho un excelente trabajo liberando a un inocente. Por el contrario, el abogado estrella del famoso bufete Brooks & Sanders se ha negado a pronunciarse al respecto. Su cara al salir de los juzgados no parecía en absoluto la de un vencedor. ¿Acaso Black tiene una conciencia que le impide disfrutar su éxito?» The New York Times

La actualidad en la prensa menos «seria», (o sensacionalista, según algunos malpensados)

Catherine Black, la esposa de la superestrella de Hollywood, Nathaniel Black, de fiesta con su cuñado Robert en Ámsterdam.

«Mientras el chico malo se mataba a trabajar, la chica buena se mataba a bailar en los clubs más fashion de Europa.

Nathaniel se ha negado a hacer declaraciones sobre este incidente y se ha limitado a dedicarnos una de sus elegantes y mundialmente famosas peinetas, mientras que la socialité británica ha especificado en Instagram que ella y el recién coronado playboy del Upper East Side, Robert Black, solo estaban teniendo una reunión familiar. «Que hubiese alcohol y música pegadiza no fue más que una desafortunada coincidencia. Además, ¿desde cuándo tiene el Page Six jurisdicción en los Países Bajos?». Palabras textuales de la señora Black.

Para su información, el Page Six tiene “jurisdicción” en el mundo entero. Donde haya un escándalo, ahí nos desplazamos nosotros para cubrirlo.

Y, desde luego, el trío Black ha generado más escándalos que todas las juergas de Madonna juntas». Page Six

¿Robert Black tiene un lío con Paris Hilton?

«Uno de los playboys más deseados de América fue fotografiado en compañía de la socialité en un club de Manhattan. Black ha desmentido la noticia de inmediato, afirmando que no tiene tiempo para líos amorosos. Fuentes extraoficiales declaran que Paris se ha limitado a suspirar como una quinceañera». US Weekly

Parte 1

Chica conoce chico

Capítulo 1

Pocos ven lo que somos,

pero todos ven lo que aparentamos.

(Nicolás Maquiavelo)

No hay nada más superficial que una fiesta en el Upper East Side.

Cuando era pequeña, para que se me hicieran más amenas las horas que mis padres me obligaban a aguantar estos interminables simposios, me divertía clasificando a las personas de mi mundo en varias categorías.

Por desgracia, quince años más tarde, aún me entretengo haciéndolo. Es el único modo de que esto me resulte medianamente tolerable.

Según mi criterio, la primera y más abundante categoría la forman las modelos emperifolladas que se pasan el rato intentando ligarse a alguno de los acaudalados depredadores nocturnos que, con sus lujosas limusinas y sus trajes carísimos, acuden en busca de nuevos juguetitos de los que presumir delante de sus amigos europeos.

Al parecer, tener un yate ha dejado de impresionarlos. Encuentran mucho más glamuroso tener a una modelo calentándoles la cama.

O el yate, vete tú a saber.

Desde el otro lado de la barricada, (siempre he pecado de comparar el mundo en el que me muevo con el Viejo Oeste) oponen resistencia las señoras de mediana edad cuyo único fin en la vida parece ser exponer sus escandalosamente caras joyas, regaladas por sus maridos cada vez que los dignos señores cometieron la imprudencia de mantener relaciones sexuales ilícitas con alguna de las mujeres (véase categoría uno: modelos emperifolladas) que los acompañaron en sus constantes viajecitos a Europa o la Polinesia Francesa, tropiezos de los que, convenientemente, la esposa engañada nunca llegó a enterarse. Porque prefirió hacer la vista gorda. Como debe ser. 

Noche tras noche, la sociedad neoyorkina se convierte en testigo de la lucha tribal que hay entre estas dos especies, cada cual más empeñada en aniquilar a la otra.

A decir verdad, las fiestas del Upper East son todo un espectáculo. No entiendo por qué la administración no las incluye en la oferta turística de la ciudad. Visite el Empire State, pasee por Central Park, contemple cómo las mujeres y las amantes de los ricos y famosos luchan por la supremacía de una cuenta bancaria. A los turistas les encantaría. Esto es the american dream en estado puro.

Aparte de las mujeres carroñeras, también están los que vienen y se van, los intrusos, por así llamarlos: personas de fuera que nunca aguantan demasiado tiempo el cinismo de este mundillo. El Upper East es el territorio de los elegidos, gente superficial de corazón vacío y cuenta bancaria alarmantemente llena, y no cualquiera reúne todos estos requisitos.

¿De qué sirve poseer cosas si no puedes alardear de ellas? Me figuro que este debe de ser el lema de todos ellos, porque, desde luego, en mi mundo, la gente no hace más que presumir.

A mí, personalmente, me resulta cada vez más vomitivo acudir a las fiestas de etiqueta. Siempre escuchas las mismas frases, como si no hubiera más temas de conversación ahí fuera. Hay que admitir que la nuestra es una sociedad de lo más hermética, filosóficamente hablando.

Mientras me abro paso entre el gentío que atasca el vestíbulo, inevitablemente, algunas conversaciones alcanzan mis oídos.

―Tenéis que verlo. Pasa de cero a cien en tres coma dos segundos.

―Mi marido me ha regalado un viaje a Bora Bora. Iré con mi profesor de pilates.

―No entiendo por qué está tan orgullosa de ese collar. Solo son unas cuantas esmeraldas.

―Eres el hombre más atractivo de esta fiesta. Me has deslumbrado.

Invadida por una oleada de repugnancia dirigida a todo cuanto me rodea, cojo de paso una copa de champán de la bandeja de un camarero de guante blanco, me la llevo a los labios y tomo unos cuantos sorbitos más de los que debería.

«Solo serán un par de horas, Adeline Carrington. Recemos para que se pasen cuanto antes».

Mis ojos marrones atraviesan el recinto en un intento por localizar a Josh, mi prometido. Está en el otro extremo, liderando una competición de chupitos con sus amigos de la universidad.

Un gesto irónico curva mis labios cuando me doy cuenta de que, dentro de exactamente veinte años, yo seré una de esas señoras de mediana edad, mientras que él se convertirá en un depredador nocturno en busca de nuevas emociones.

Como debe ser.

―Podrías pasártelo bien de vez en cuando, ¿sabes? No creo que sea ilegal divertirse en el estado de Nueva York.

No necesito girar la mirada para saber quién es la que me está hablando. Lily Hamilton es mi amiga desde que tengo uso de razón. Nuestros padres son muy buenos amigos.

En los círculos en los que nos movemos Lily, Josh y yo, todo el mundo conoce a todo el mundo y todo el mundo es amigo de todo el mundo. Por supuesto, no se aceptan intrusos. Para estar entre nosotros deben avalarte al menos cien años de reputación intachable y un patrimonio mayor que el de Charles de Inglaterra.

Nosotros formamos la tercera y peor categoría, el núcleo de la alta sociedad: los intocables, gente metida en las más elevadas esferas del país.

Por norma general, los padres de familia suelen ser o bien políticos, fiscales o jueces de distrito, o bien extravagantes magnates; todos ellos, pesos pesados de la élite estadounidense. Lo que nos diferencia de las demás categorías es precisamente la reputación intachable. Los escándalos apenas nos rozan. Desde que nacemos se nos enseña que la imagen lo es todo. Lo que se traduce en: haz lo que quieras, pero sin que te pillen, algo que se ha convertido en el lema oficial.

Para mantener nuestra imagen intacta, hay ciertas normas que debemos acatar. Todo intocable que se respeta debe acudir a misa cada domingo del año, hacer acto de presencia a todas las cenas de caridad, donar sumas indecentes de dinero para apoyar las guerras en Oriente y, junto con los demás miembros de su familia, pasear al perro todos los fines de semana para que los paparazzi puedan fotografiarlos disfrutando de una idílica jornada familiar, lo cual es del todo falso, ya que no existe absolutamente nada idílico dentro de mi mundo.

A los más jóvenes de los intocables se nos obliga a estudiar en las mejores universidades del país; a estar eternamente preocupados por asuntos como el calentamiento global, el impacto causado por las elecciones europeas en la economía mundial, las subidas y bajadas de la bolsa de Wall Street, etc., etc.

Somos esa clase de jóvenes que se convierten, sin demasiado esfuerzo y sin habérselo ganado mediante méritos propios, en un modelo a seguir para la comunidad de Nueva York y, en algunos casos, incluso para el país entero.

Eso, por supuesto, solo pasa de cara a la opinión pública.

De puertas adentro, cada uno de nosotros puede hacer lo que, básicamente, le dé la puta gana. Nuestros padres solo nos exigen satisfacer una norma: evitar el escándalo público. No hay nada más importante que la imagen. Sin más palabras, los intocables somos lo que se dice unas familias «encantadoras».

Asaltada por una nueva oleada de repugnancia, provocada por la hipocresía de mi propio mundo, me vuelvo sobre los talones y compongo una sonrisa cínica.

―En mi vida no hay nada que me divierta, y tú lo sabes.

Lily, envuelta en un vaporoso chal beige que hace juego con su vestido de noche, enarca una ceja por debajo de su oscuro cabello, cortado a lo garçon con el único propósito de fastidiar a su conservadora madre. O eso dice ella. Yo la conozco lo bastante como para saber que, en realidad, lo lleva así porque tanto el corte, como el color, le favorecen.

―¿Ni siquiera el buenorro de Josh? ―sugiere, con un brillo de picardía iluminando el azul zafiro que rodea la oscuridad de sus pupilas.

Mis ojos, sombreados por rayas negras de casi un dedo de grosor, giran sobre sus órbitas.

―Josh es mi mejor amigo, Lily. Solo eso.

Por enésima vez esta noche, intento subirme el escote de mi provocativo vestido negro de lentejuelas. Odio que hagan la ropa tan ajustada. Me sentiría mucho más cómoda llevando una sencilla camiseta y un par de vaqueros holgados, pero si se me ocurriera acudir así vestida a cualquiera de estos eventos, estoy convencida de que a mi madre le saldría una arruga del disgusto.

Y el rostro de Giselle Carrington está tan terso que resultaría apocalíptico que un minúsculo surco lo cruzara. De modo que, por el bien de ese cutis que tan celosamente resguarda del sol costero, heme aquí con un estúpido vestido que me hace sentirme como un pez nadando fuera de agua.

―Según el Post, os casaréis después de la graduación ―comenta Lily, y su mirada se entretiene buscando a Josh a través de la aglomeración―. Hay que admitir que tienes suerte. Josh Walton, el tío que toda chica quisiera tener en su cama. Y es tuyo. ¡Guau! Deberías, al menos, sentirte orgullosa, ¿no? Sus ojos verdes son motivo de desmayo entre las novatas de Columbia, ¿lo sabías?

―Permíteme que haga oídos sordos de ese dato, si eres tan amable ―rezongo.

Lily me quita la copa de las manos, toma un sorbo de champán y luego me la devuelve.

―Tranquila. Él solo tiene ojos para ti.

En mi rostro se forma una expresión sarcástica que nunca llega a materializarse del todo.

―Si tú lo dices… ―mascullo secamente.

―Vamos, Del, todos sabemos que Josh está enamorado de ti desde primaria.

Me acabo la copa y la deposito encima de una mesa alta y redonda, antes de agarrar otras dos, una para mí y otra para Lily. No me gusta compartir copa. No me parece higiénico.

―Está enamorado de mí porque no tiene elección, Lily. Nos prometieron al nacer. Josh y yo siempre supimos que acabaríamos juntos.

―Y eso es lo bonito de vuestra vida. Que no hay sorpresas.

―Pues como siga bebiendo con el estómago vacío, las habrá, créeme ―me burlo, horrorizando a una señora mayor con mi indecoroso sentido del humor.

Tras excusarme por mi falta de elegancia, cojo a Lily del brazo y empiezo a arrastrarla en dirección a la zona de los aperitivos. Toda esta conversación me ha dejado famélica.

Lo cierto es que, para desesperación de mi madre, a mí cualquier cosa me deja famélica. Mi talla roza peligrosamente la treinta y ocho, y Giselle está muy preocupada por este asunto. A mí no podría importarme menos.

―Oh, por favor, Adeline. No me vengas con chorradas. Te rebelas a diario en contra de las normas. ¿Por qué acatarías esta, a no ser que tú también estés enamorada de él? Admítelo de una vez por todas.

Me detengo de mi caminata y le dirijo una mirada ceñuda.

―¿Es eso lo que piensas? ¿Qué estoy enamorada?

La confusión dibuja una V entre sus cejas.

―No entiendo por qué tanto sarcasmo a la hora de decir enamorada. Ni que te hubiese ofendido al insinuarlo.

Suelto una risa vacía. No me lo puedo creer. ¡Enamorada!

―¡Porque el amor no existe, Lily! El amor… no es más… que un estúpido… cuento… de hadas ―articulo lentamente, y con cada palabra aumenta la helada expresión de desprecio que fulgura en las profundidades de mis ojos―. Y yo soy algo mayorcita para creer en cuentos.

―Así que te casas con el príncipe azul de Long Island porque no crees en los cuentos de hadas ―sentencia de un modo tan sarcástico que me hace replantearme nuestros veinte años de amistad.

―Has dado en el clavo, princesa. Y, ahora, ataquemos la comida antes de que el champán y los enamoramientos me revuelvan el estómago.

Pasamos por debajo de un arco decorativo y nos detenemos al lado de las mesas del bufé frío, que ofrecen varios tipos de cremas de verduras, sushi, caviar, y, al menos, otros veinte tipos de entrantes, colocados con elegancia encima de sofisticadas bandejas de plata.

―¿Y si, una vez te hayas casado, conoces al hombre de tu vida? ―me propone Lily mientras yo contemplo las bandejas con aire indeciso―. ¿Qué harás entonces?

Tuerzo la boca en señal de indiferencia.

―No lo sé. No me importa. Nunca he valorado la posibilidad.

―¿Por qué no?

Resoplo, irritada por su insistencia.

Lily es la persona más ilusa que conozco. El amor, el hombre de mi vida… ¿De qué va? ¿Cómo puede alguien tragarse tantas chorradas?

¿Es que Lily no ha visto nunca las consecuencias del amor? ¿No ha visto las peleas, los cristales rotos, los añicos en lo que se convertía la vajilla del salón cada vez que él perdía los papeles?

¿No se he quedado ahí, rota por dentro, contemplando inerte la destrucción desatada por el estúpido amor? No, supongo que no lo ha hecho. De lo contrario, no osaría hablar de estas cosas.

―Porque, por enésima vez, Lily, no creo en el amor.

―¿Crees que no existe?

Cojo un aperitivo de piña, salmón y queso, me lo llevo a la boca y lo mastico despacio, disfrutando la explosión de sabores.

―Hm. Es mucho más que eso. Estoy convencida de que no existe ―aseguro, con énfasis.

El cuento del amor es la mayor estupidez que he oído jamás. Todos sabemos cómo acaba la historia. Chica conoce chico, chico se enamora de chica, uno de ellos traiciona al otro.

Hagas lo que hagas, el amor siempre termina igual: rompiendo tu corazón en pedazos. A mí nunca me pasará eso.

No tengo un corazón que ofrecer.

Lily, en claro desacuerdo, exhala un débil suspiro.

―Eres una escéptica, Adeline Carrington. Una escéptica bastante ingenua, además. La vida te demostrará lo contrario cuando menos te lo esperas. Ya lo verás.

Soplando en señal de exasperación, muevo el cuello hacia ella con la evidente intención de dedicarle una mirada seca, pero no llego a encontrarme con sus ojos.

Me detengo a mitad de camino, atraída por una mirada azul etéreo que se interpone en mi trayectoria y desprende tanta fuerza sexual que el aire se me queda atascado en algún punto entre los pulmones y la garganta.

La sonrisa que pende de los carnosos labios de ese desconocido es ligeramente burlona, y yo no puedo evitar sentir una descarga eléctrica estallando en las honduras de mi vientre.

―¿Y cómo es que Giselle y Edward no nos acompañan? ―escucho vagamente.

Me quedo paralizada por unos segundos; después, me vuelvo de espaldas a él, con las prisas de un conejillo asustado.

Madre mía. Ese hombre me ha inspeccionado de un modo completa y absolutamente descortés; ha paseado perezosamente la mirada por todo mi cuerpo y después ha sonreído como si le gustara lo que estaba viendo.

La insolencia de su mirada me ha hecho sentir como si estuviera desnuda delante de él. Desnuda en cuerpo y alma.

―La Tierra llamando a Adeline.

Mi mente deja de viajar y sacudo la cabeza para despejarme.

―¿Qué? Ah. Están en Washington, en un mitin ―explico brevemente―. Regresan esta noche, aunque no creo que les dé tiempo de hacer acto de presencia.

Lily sigue hablando. No sé de qué está quejándose ahora, no puedo prestar atención a su agotadora cháchara. No debería estar haciendo esto, pero la tentación es tan grande que solo tardo unos cuantos segundos en volver a girar el cuello hacia atrás, como si hubiera ahí un gigantesco imán atrayéndome irresistiblemente.

Y de nuevo cruzo una mirada con ese desconocido, moreno, mayor, guapísimo, que en ningún momento ha dejado de observarme.

Está apoyado contra el alfeizar de una ventana, con los brazos cruzados en un gesto despreocupado. Va muy bien vestido, con un traje Armani de lo más sofisticado, cuya oscura tela se amolda perfectamente a su armonioso cuerpo.

Aun así, a pesar de la elegancia de su porte, no encaja en este lugar, ni pretende encajar. Está claro que preferiría hallarse en cualquier otra parte del mundo, lo que me hace sospechar que se trata de un intruso, uno de aquellos que vienen y se van; la mejor de todas las demás categorías.

Mirándolo, tengo la impresión de que intenta no mezclarse demasiado con los demás invitados. Quizá le guste mantener a raya a la gente. Parece arrogante y poderoso, muy seguro de sí mismo. Y solo. Horriblemente solo, al igual que yo.

Me recorre un leve estremecimiento cuando hace un gesto con la cabeza, sin que esa tenue sonrisa burlona deje de asomarse en sus labios. Consigo esbozar una sonrisa torpe a modo de saludo, antes de bajar la mirada hacia Lily, que se acaba de sentar en una silla.

―Me matan estos tacones ―la oigo quejarse.

Me dejo caer a su lado con la misma expresión de alguien que acaba de ver un fantasma.

―¿Quién es? ―le susurro, incapaz de recuperarme del impacto.

Una chispa de confusión se enciende en su mirada.

―¿Quién es quién?

―El hombre que me está mirando tan fijamente.

Lily alarga un poco el cuello para mirar por encima de mi peinado griego.

―Adeline, hay al menos cinco tíos mirándote fijamente. No me sorprende. Menudo vestido llevas esta noche. ¿Desde cuándo te gusta a ti pasearte por ahí con la espalda al aire? ¿Y por qué todo lo que te pones encima ha de ser siempre tan odiosamente negro? Hace dos años, eras una niñita adorable. Ahora pareces Morticia Addams. No formarás parte de alguna secta satánica, ¿verdad?

Pongo los ojos en blanco. ¿Por qué la gente siempre piensa que los rockeros somos satánicos? ¿Es que no podemos ser budistas?

―Me refiero al hombre de ojos azules que está apoyado contra la ventana ―insisto con voz ansiosa―. ¿Le conoces?

Lily vuelve a mirar.

―Ah. Olvídate de él.

Mis pupilas se dilatan un poco por la intriga. Mi mejor amiga, sin dar más explicaciones al respecto, retoma su tarea de masajearse los tobillos.

―¿Por qué dices eso? ―bajo la voz, como si estuviésemos tratando un asunto de lo más confidencial.

―Él no juega en tu división ―me contesta con indiferencia.

Lo cual hace que el desconocido despierte aún más interés en mí.

Siempre me siento fascinada por lo que no puedo tener. Debilidades mundanas, me figuro.

―¿A qué te refieres con que no juega en mi división?

Lily resopla con fastidio y levanta la cabeza para mirarme exasperada.

―¿Adeline, es que tú nunca lees el Page Six?

―Estoy confusa. ¿Qué tiene eso que ver con nuestro desconocido? ―repongo, sin entenderlo.

―Pues que, si leyeses el Page Six, sabrías que ese hombre es algo parecido a Satán, y entonces dejarías de interesarte por su persona.

Giro el cuello hacia atrás y otra vez quedo bajo el embrujo de la intensidad de su mirada.

Resulta realmente hipnótico mirarle. ¿Cómo podría ser el Diablo si las llamas reflejadas en sus pupilas seducen, en lugar de asustar?

Conforme avanzan las agujas del reloj, inevitablemente, vamos camino de perdernos en nuestras miradas, hasta que todo lo demás se vuelve nebuloso e insignificante. El ruido de fondo, la voz de Lily, la música, las risas… Todo parece cesar; desaparece sin más. Es como si estuviésemos solos en el mundo entero.

Apenas me doy cuenta de que un hombre trajeado se acerca a él y le susurra algo. El desconocido tarda unos instantes en despegar los ojos de los míos para mirar a su interlocutor. Lo hace con perfecto aplomo y sin ninguna clase de ganas. Contesta brevemente, vuelve a mirarme por última vez, y después me da la espalda y se marcha.

―¿Y sabes qué me dijo? ―oigo cuando por fin el mundo en derredor mío retoma su frenética actividad―. Que no pegaban en absoluto juntos.

―¿Quieres dejar de ser tan jodidamente críptica? ―espeto, moviendo la mirada hacia ella―. ¿Lo conoces, sí o no?

Lily se pone los zapatos, se endereza y me mira con mala cara.

―¿Seguimos con el temita?

―Sí, hasta que me digas todo cuanto pretendo averiguar.

Mi amiga resopla en señal de rendición.

―¿Y qué es lo que pretendes averiguar, Adeline?

―Quiero saber si lo conoces.

―Cielo, lo conoce todo el país.

―¿Y eso por qué? ¿Sale en Gran Hermano? ¿Es un Kardashian?

Ella suelta una carcajada.

―Qué graciosa. No, no sale en Gran Hermano, ni es un Kardashian. Es mucho peor que eso.

―¿Ah, sí? ¿Por qué? ¿Qué tiene de malo?

―¿No es evidente? Es rico, guapo, mujeriego y… hermano de Nathaniel Black. Hay quienes dicen que los Black son tal para cual.

―¿Nathaniel Black, la superestrella de Hollywood? ―pregunto, de lo más confusa.

Los azules ojos de mi amiga se entornan por enésima vez esta noche.

―El único Nathaniel Black que hay en este país, Adeline ―mi ignorancia parece irritarla―. El único relevante, al menos.

Se produce un momento de silencio. Así que es famoso. Y mujeriego. Vaya, vaya. Un chico malo. Me intriga. Hay algo en él. ¿Qué es ese algo?

Vuelvo a mirar hacia atrás, pero él ya no está ahí.

De repente, me siento vacía.

―Cuando dices que los Black son tal para cual…―la insistencia de mi mirada la insta a continuar, por lo que Lily frunce la boca en un gesto de disgusto, claramente contrariada por mi interés en aquel desconocido.

―Antes de que Nathaniel se casara con esa inglesa estirada que pertenece a la aristocracia europea, o eso dice la TMZ ―puntualiza con los ojos en blanco, como si dudara de los nobles orígenes de la señora Black―, los Black solían ser inseparables. Las revistas del corazón se forraron con estos dos cabroncetes. Sus juegas debieron de llenar miles de páginas. Me sorprende que no lo sepas. Siempre salían en portadas, y siempre rodeados de modelos, bebida y drogas. ―Xe inclina sobre mí con aire confidencial, lo cual quiere decir que piensa soltar alguna bomba―. Susurran las malas lenguas que incluso compartieron damisela más de una vez. No está muy claro de si lo hacían por separado o juntos. Desde luego, a Nathaniel le iba mucho el rollo de las orgias. Tengo que admitir que a su hermano nadie le ha relacionado con eso, pero, en fin, no deja de ser un Black. Quién sabe los secretos que ocultan esos adorables hoyuelos suyos.

Abro la boca, completamente escandalizada. «¿Orgias?»

―¡¿Estás de coña?!

Súbita e inexplicablemente, me invaden los celos. ¿Cómo puedo sentir celos de las mujeres que han pasado por la cama de un hombre al que ni siquiera conozco?

―Más quisiera. Como acabo de decirte, su reputación no puede ser peor. Créeme, Adeline, no quieres formar parte de su universo. Robert Black es la estrella de una liga muy superior a la tuya. Ya sabes, uno de esos tipos que viven rápido, follan duro… Pero regresemos al tema de tu compromiso. ¿Para cuándo es la gran boda?

Parpadeo con insistencia para ahuyentar las imágenes de mujeres sin rostro que se reproducen en mi cabeza. ¿Y a mí qué demonios me importa a cuántas se ha tirado ese tipo? ¡Como si son mil! No es asunto mío.

―No hay fecha. Nos lo tomamos con calma. No he decidido todavía lo que quiero hacer con mi vida.

Y me tomo toda una copa de champán de golpe, no sé por qué.

―¿En serio? Y yo pensando que tu vida había sido planificada desde antes de que nacieras…

Con las manos un poco trémulas, agarro otra copa. Sentarse cerca de la comida y la bebida ha resultado ser una brillante idea.

―No, y llevas razón. Lo ha sido. ―Me quedo pensativa unos segundos, mientras tomo otros tantos sorbos―. Pero quizá me rebele un día de estos ―añado para mí misma, antes de acabarme la bebida.

Cuando vuelvo a mirar a Lily, sé que he hablado más de la cuenta. Es mi mejor amiga, pero no siempre apoya mis ideas. Sigue sin entender por qué odio tanto mi existencia.

―¿Qué estás tramando?

 ―Nada. ¿Sabes qué? ―Mis ojos se mueven inquietos en busca de una salida―. Voy a salir a tomar un poco de aire. Estas fiestas me asfixian, y está claro que he vuelto a beber más de lo que debía.

Me mira con suspicacia, como dudando si creerme o no.

―Eres una chica rara, Adeline.

Fuerzo una sonrisa que parece aplacar su recelo.

―Nadie es perfecto, Lily. No existe la perfección. Y si existe, te rompe en pedazos. Mira a tu alrededor. Es peligroso ser perfecto hoy en día.

―No tienes nada de lo que preocuparte, tú distas mucho de serlo. Toma. Hace frío en la calle. Llévate mi chal.

No quiero llevarme nada, pero lo hago para que me deje marchar de una vez. Tengo que poner orden en esos preocupantes pensamientos que llevan diez minutos asaltando mi mente como las flechas de un cazador.

―Gracias. No tardaré en volver.

Con la prenda alrededor de los hombros, salgo a la terraza más próxima. Me alegra comprobar que no hay nadie más aquí. Necesito unos momentos a solas. Por Dios, ¿a qué hora acaba esta estúpida fiesta? Me quedaré aquí, aislada de todos, hasta que termine. No pienso volver ahí dentro para escuchar las mismas conversaciones vacías de siempre.

Sumergida en mis pensamientos, apoyo las manos en la barandilla y dejo que mi mirada se pierda en el panorama que se extiende ante mis ojos.

Las luces titilantes de los rascacielos que ocultan algunas de las viviendas más caras del mundo se empequeñecen en el horizonte, y parece que la cúpula del Empire, orgullosamente erguida en medio de todos los demás edificios, está vigilando la ciudad, como uno de esos antiguos faros. El Faro de Nueva York.

Se supone que yo pertenezco a esto, que lo que estoy viendo es mi mundo, pero lo cierto es que jamás me he sentido como si formara parte de él. En realidad, creo que yo jamás he formado parte de nada.

Es verdaderamente triste sentirse siempre como un intruso y que todo parezca tan grande comparado contigo. La jungla que se alza por encima de mí es, en ocasiones, un lugar peligroso para alguien como yo.

―Resulta tranquilizador, ¿verdad?

Sobresaltada, muevo el cuello hacia el hombre que acaba de detenerse a mi izquierda. ¡Es él! El desconocido de ojos azules.

―¿A qué te refieres? ―me obligo a decir, al cabo de unos instantes de completo silencio.

Sus impactantes ojos se pierden a lo lejos. Se ha deshecho de la chaqueta de su traje y ahora solo viste el pantalón oscuro y la camisa blanca, arremangada por debajo de los codos, de un modo que le hace parecer elegante a la vez que despreocupado.

―Las luces. Me tranquiliza mirarlas. ―Con absoluto aplomo, vuelve la mirada hacia mí―. ¿No te pasa a ti lo mismo?

Me quedo mirándolo embobada, sin ser capaz de abrir la boca.

El desconocido me dedica una sonrisa amable, supongo que divertido por la mueca de idiota que debe de registrar mi rostro.

¡Mi madre! Cuando sonríe, más que guapo, es arrasador. Tiene un rostro impresionante, de labios carnosos y nariz recta. Antes no me había dado cuenta de ello, pero ahora lo veo con claridad.

Sus rasgos son salvajes y aristados, y reflejan dureza. Aun así, puedo ver cómo a través de ellos consigue asomarse un ápice de afabilidad. Su constitución delgada y su porte erguido le prestan un aire de distinción que le vuelve aún más irresistible a mis ojos. Lleva el oscuro pelo despeinado, como si no hubiera modo alguno de arreglarlo, y hay una arruga de concentración cruzando su entrecejo.

Parece alguien severo y autoritario, con una gran predisposición a fruncir el ceño. Un líder, quizá, acostumbrado a que la gente le siga y le obedezca en todo momento.

―Oye, ¿te encuentras bien? ―me pregunta con voz cálida, al ver que no me dispongo a abrir la boca.

Sacudo la cabeza para ahuyentar mis pensamientos.

―Supongo que sí. Quiero decir, sí, me resulta tranquilizador mirar. ¡Las luces! ―chillo, convencida de que mis palabras podrían adquirir un doble sentido para alguien como él―. Me resulta tranquilizador contemplar las luces ―apostillo en un susurro.

Una sonrisa pícara roza la esquina derecha de su boca.

―Por supuesto que las luces. Es de lo que estábamos hablando, ¿no?

Carraspeo, bastante incómoda a causa de mi creciente ansiedad.

―Desde luego ―musito, y me sonrojo. Inexplicablemente.

Durante un breve momento, se queda paralizado, contemplando concentrado cada uno de mis rasgos, como si pretendiera absorberlos.

―Estás muy guapa cuando te ruborizas. Deberías hacerlo más a menudo. Soy Robert, por cierto.

Bajo los ojos hacia la mano que me ofrece y la miro con recelo, como si dudara sobre si tocarla o no. Tengo la molesta sensación de que la arteria del cuello va a estallarme si mi pulso sigue acelerándose de este modo. «Si tan solo dejara de mirarme tan intensamente…»

―Adeline ―murmuro, al tiempo que me dispongo a estrecharle por fin la mano.

Pego un brinco cuando las puntas de mis dedos rozan su piel. Su contacto abrasa y me provoca una deliciosa sacudida. Me dedica una sonrisa lenta, llena de misterio, peligrosa, y yo me apresuro a soltarle.

―No te asustes, Adeline ―formula mi nombre con gran deleite, como si quisiera comprobar cómo suena en sus labios. Desde luego, suena bien. Demasiado bien―. Tan solo eran unas cuantas chispas.

«Dios mío…»

―Ya. ―Fuerzo una sonrisa, y él me guiña un ojo y me sonríe de vuelta.

Me pone nerviosa. Hay algo en él que me atrae, y no sé el qué.

En un intento por calmar mis nervios, cada vez más descontrolados, desvío los ojos hacia la noche neoyorquina, con la esperanza de que Robert lleve razón. Quizá resulte tranquilizador mirar las luces.

―¿Puedo invitarte a una copa? ―me distrae la suavidad de su voz.

Permanezco inmóvil por unos momentos, y luego muevo el cuello para mirarle. Este hombre tan increíble quiere que tomemos una copa. Juntos, él y yo. Y a mí no se me ocurre una idea mejor. Lo paradójico de todo es que la idea de que esto me parezca una buena idea es, en sí, una idea espantosa. 

―Solo si mi novio puede acompañarnos ―contesto con fingida gravedad.

Sus labios se curvan en una sonrisa seductora. Muy lenta. Felina. Si yo fuese un poco más delicada, este sería un excelente momento para desmayarse. Pero no es mi estilo.

―¿Tu novio? ―acota con gélido desdén―. ¿Te refieres a ese mocoso que está compitiendo en una guerra de chupitos?

No puedo apartar los ojos de los suyos, y eso me incomoda un poco.

―Veo que te mueres por hacer amistades esta noche, ¿eh? ―me burlo.

El desconocido tuerce la boca en un gesto de desprecio.

―¡Amistades! ―bufa, y luego me mira, todo seriedad―. Deberías salir con hombres de verdad, Adeline.

No consigo frenar a tiempo la sonrisa que se extiende en mis labios.

―Como… ¿tú? ―le propongo, con una ceja alzada.

Se humedece los labios muy despacio y asiente con gran convicción. Es un auténtico seductor. Lo delatan sus movimientos, su mirada, su sonrisa ladeada. Estoy ante un playboy con clase, no me cabe duda de ello. Quizá Lily llevara razón. Quizá fuera cierto todo lo que dicen sobre él.

―Yo no te dejaría sola en una fiesta para ir a emborracharme con mis amigos.

Es tan arrogante y tan seguro de sí mismo que no puedo dejar de sonreír.

―¿Ah, no? ¿Y qué harías tú?

Durante el tiempo que permanece callado, con las dos manos hundidas despreocupadamente en los bolsillos de su pantalón de sastre, su penetrante mirada se arrastra por todo mi rostro. De pronto, sus ojos se detienen sobre mi boca, y algo en mi interior se incendia ante ese modo de mirarme. A juzgar por cómo se oscurecen sus pupilas, la respuesta involucra algo ilegal, y no estoy demasiado segura de si tengo bastante edad como para conocerla.

Para mi desesperación, esa idea me hace sonrojarme de nuevo. Él repara en el rubor que incendia mis mejillas y una sonrisa un tanto socarrona se adueña de sus labios. «¡Ay, mi madre!»

―Quizá te lo cuente, Adeline, pero este no es un buen lugar. ―Me tiende una mano, y es de locos lo mucho que deseo tocarle―. ¿Nos vamos?

La hija prometida de un ultra católico senador de los Estados Unidos le diría que no. Pero ¿quién es esa? ¿Alguien la conoce?

Hechizada por el infinito azul marino en el que fácilmente podría ahogarme, cojo la mano que me ofrece y me voy con él. Este hombre desata mi locura. Sin duda alguna.

―Y bien, ¿me lo vas a contar ahora? ―pregunto, en la acera―. ¿O seguirás haciéndote el misterioso?

Sin que esa inquietante media sonrisa abandone sus labios, ladea un poco la cabeza, agarra mi cintura con ambas manos y me arrastra hacia él hasta que nuestros pechos colisionan, como dos trenes de alta velocidad. Prácticamente soy capaz de vislumbrar las chispas que estallan a nuestro alrededor.

Chispas…

¿Qué tendrán las chispas que me fascinan tanto?

Mi pulso empieza a latir enloquecido, y respirar hondo ya no sirve de nada para calmarlo. Él desvía la mirada hacia mi cuello, repara en ese alterado latido, y noto por su modo de torcer los labios que mi nerviosismo le hace una gracia tremenda.

No es propio de mí comportarme como una adolescente llena de hormonas, y me irrita descubrir que no puedo evitarlo ni mantenerlo bajo control.

―Nunca viene mal un poco de misterio, señorita ―susurra contra mi boca.

Las yemas de sus dedos se arrastran por mi espalda, muy despacio; recorren mi piel desnuda de un extremo al otro y se detienen en la parte baja de mi espina dorsal.

Pese a que la piel está ardiéndome, bajo su roce empiezo a temblar, aunque el frío nada tiene que ver con las reacciones de mi cuerpo. Todo esto es causa de ese deseo caliente, irresistible, desconocido e irracional que invade mi bajo vientre. Nunca me he sentido así.

―¿Vas a besarme? ―me sorprendo a mí misma murmurando.

Me ruborizo en cuanto esas palabras nacen en mis labios. «¡Mierda! ¿Pero qué diablos pasa conmigo?»

―¿Es eso lo que quieres?, ¿que te bese? ―repone él, incapaz de reprimir una sonrisa dulce.

Es narcótico el modo en el que sus ardientes ojos enfocan mis labios. Me los muerdo por dentro, muy avergonzada. Ojalá pudiera actuar como lo haría un ser racional. Pero no puedo. Mi capacidad de raciocinio queda anulada por completo en su presencia. Nunca he conocido a nadie tan magnético como él.

―¡Por supuesto que no quiero que me beses! ―declaro en un tono jocoso que, sin embargo, no consigue enmascarar mi nerviosismo―. Como te he dicho, estoy saliendo con alguien.

La energía que ruge entre nosotros es innegable.

Con la respiración súbitamente pausada, Robert extiende la mano y recorre el contorno de mi boca con la yema de su pulgar. Un gemido muere en alguna parte de mi garganta.

―Mentir está muy mal, señorita Adeline ―musita con aire absorto―. Es evidente que quieres que te bese. ¿Por qué no me haces un favor y lo admites de una vez?

Cuando alza la mirada y esos devastadores iris azules vuelven a clavarse en los míos, soy incapaz de disimular un pequeño suspiro.

Presa de la exasperación, entorno los ojos, mosqueada conmigo misma por permitir que él tenga este efecto en mí.

―Vale, sí. Un poco ―confieso sonrojada, tras algunos segundos de reflexión.

―¿Un poco? ―Lo niega y, con aire divertido, se inclina sobre mí para susurrarme algo al oído―. Realmente detesto decepcionarte, carita de ángel ―me dice con esa voz rasgada, que deja bien claro que no lo detesta en absoluto―, pero mucho me temo que yo no sé besar un poco.

―¿Y cómo sabes besar entonces?

Se endereza, enarca una ceja lentamente y su sonrisa se intensifica.

―¿Que cómo sé besar? ―Su mirada es tan abrasadora que el corazón se me detiene, para luego pegar un violento brinco entre las paredes de mi pecho―. Así ―murmura.

Sin demasiados miramientos, me agarra la nuca con una mano y aplasta los labios contra los míos.

Antes de que pueda entender lo que está pasando, me abre la boca con la suya, me mete la lengua dentro y me besa. Ya lo creo que me besa. Me besa como nunca, en mis veinte años, he sido besada. La pasión se intercala con la ternura, formando una unión tan inquebrantable y extraordinaria que temo no volver a ser capaz de sentir nunca más.

La oscuridad nos envuelve, tan atrayente y deliciosa, y se apodera de mi cuerpo y mi mente como una marea imparable. No hago el más mínimo esfuerzo por oponer resistencia. Todo lo contrario. Me dejo arrastrar hacia un torbellino peligroso, excitante, imposible de controlar; un lugar diferente a todo cuanto jamás he conocido. Este hombre es capaz de llevarme a sitios que nadie más conoce.

Su boca sobre la mía me reclama febril, ansiosamente. Me absorbe. No puedo hacer más que devolverle el beso. No me deja otra alternativa, no tengo elección. Mi lengua se enrosca con la suya y se une a una danza de lo más erótica, mientras mi cuerpo se disuelve en un océano de sensaciones.

Como si estuviera luchando por contenerse, se detiene por un momento, con mi cabeza entre las manos, y respira tan fuerte que se le dilatan las aletas de la nariz.

Cuando busco sus ojos, me encuentro con que sus hermosas facciones lucen devastadas, supongo que igual de alteradas que las mías. A nuestro alrededor, algunos transeúntes aminoran la marcha para poder observarnos mejor. Robert me mira los labios hinchados y sacude la cabeza, no sé si arrepentido, asombrado o excitado. Quizá sea una mezcla de las tres cosas.

―Nos están mirando ―le susurro, ya que él no reacciona―. Podría haber paparazzi

Está muy cerca de mí, tan cerca que lo siento, lo respiro. Nuestros alientos se mezclan y el deseo que late entre nuestros cuerpos se vuelve inaguantable. Sus ojos están clavados en los míos, y me parecen aún más azules que antes. Me quedo inmóvil, mirándolo, disfrutando de su proximidad.

―Que se jodan ―murmura, antes de volver a abalanzarse sobre mí.

Agarrándome por la nuca con ambas manos, me hace retroceder hasta apoyarme contra el muro del local, donde, arropados por las sombras de la noche, vuelve a tomar posesión sobre mi boca, besándome aún más profundamente.

No me muevo cuando se pega a mí y me atrapa bajo la dura presión de sus músculos. Su boca baja por mi cuello, ávida, caliente y húmeda, aferrada a cada centímetro de mi piel. No puedo apartarme de él, ni puedo controlar mi excitación, que aumenta gradualmente a medida que el calor de su cuerpo derrite al mío. Me está rompiendo en pedazos. La sangre de mis venas empieza a bullir, y unas intensas oleadas de deseo fluyen por todo mi ser, recordándome que he perdido todo el control. Ahora mismo dejaría que hiciera conmigo lo que él quisiera.

―Por favor… ―musito débilmente, aunque no sé si para que me suelte o para que se apiade de mí. Estoy pidiéndole algo que no sabría definir.

Una brutal descarga eléctrica sacude todo mi interior cuando me aferro a sus brazos y percibo cómo, por debajo de su camisa, sus bíceps se tensan. Su corazón empieza a latir tan acelerado contra mi pecho que tengo claro que esto le afecta tanto como me está afectando a mí.

Levanta la cabeza hacia mis ojos y mueve las manos para agarrarme el rostro.

―Por favor, ¿qué? ―murmura.

―Yo… solo quiero…

―Que te bese. ¿Es eso lo que quieres?

―Yo… ―No me sale nada inteligente, así que me mantengo callada.

Sin aflojar la presión del cuerpo que me mantiene atrapada contra la pared, sus labios chocan de nuevo con los míos en un beso devastador. Parece tomarse todo el tiempo del mundo para dedicarse a este momento, y yo me siento embargada por un placer sin remordimientos.

En un singular momento de lucidez, intento apartarme, pero él me besa, y me besa, y me besa, como si no fuera capaz de detenerse, y acabo rindiéndome. Me rindo porque no se puede luchar contra una fuerza así de arrolladora.

―A partir de este momento, eres solo mía ―me informa cuando, por fin, se despegan nuestros labios.

Ahogo un gemido cuando su mano recorre la curva de mi trasero y me atrae hacia sus caderas, para que note su deseo. Me siento embriagada de excitación, y eso es abrumador.

Por encima de nuestras cabezas, una ráfaga de viento desprende unas cuantas hojas doradas y las hace flotar en el aire. Apenas reparo en la gracia de su baile. El mundo que nos envuelve se ha vuelto borroso e insignificante; irreal.

Permanezco ausente, intentando estabilizarme a pesar de las frenéticas espirales por las que aún giro. Tengo los labios hinchados y ardiéndome, la respiración alterada y la mente completamente perdida en este momento transcendental. Una parte de mí sabe que después de estos besos, nada, nunca, volverá a ser como antes. No creo que yo vuelva a ser la de antes.

―Tonterías ―susurro con aire distraído. Apoyo una mano contra la pared para no perder el equilibrio, pues me tiemblan las rodillas―. Yo no soy de nadie. No te pertenezco ni te perteneceré jamás. No vayas a pensar que después de un beso voy a convertirme en uno de tus numerosos juguetes.

No debería estar aquí con él, y aun así, no soy capaz de apartarme. Hay algo en él. ¿Qué es? Levanto los ojos hacia los suyos y estudio su mirada, pero mi exhausta mente no consigue encontrar la respuesta a esa pregunta.

Los llameantes pozos, que me contemplan con el mismo interés, no desvelan nada en absoluto. Lo único que sé es que este desconocido me atrae como nadie lo ha hecho jamás.

Su mano tira de mí y, sin darme cuenta, estoy con la cabeza apoyada contra su hombro y sus brazos me rodean en un gesto protector. Alguien silba a sus espaldas, no sé si para llamar nuestra atención o por cualquier otra cosa.

―Te equivocas ―susurra, más bien para sí mismo, y su abrazo se vuelve aún más fuerte―. Eres mía. Es evidente que tú y yo tenemos algo. Y no pretendo convertirte en uno de mis numerosos juguetes. Pretendo convertirte en mi juguete favorito.

Su olor es lo más excitante que he olido jamás. Huele como un bosque durante una fuerte tormenta, a algo terrenal e irresistible; a tentación, supongo.

―Mi novio está esperándome ahí dentro ―comento abruptamente, quizá en un torpe intento de recordármelo a mí misma.

Robert baja la mirada hacia la mía. Sonríe, incluso cuando lo único que se refleja en sus ojos es un brillo de feroz excitación. Vuelvo a percibir en él ese algo tan perturbador que soy incapaz de señalar. Puede que sea su forma de tocarme lo que impacta tanto. Su palma está apoyada contra la mía, sus delgados dedos están curvados sobre mis nudillos, y yo siento como si un extraño hormigueo fluyera por todas las venas de mi cuerpo.

Desde luego, cualquier chica se merece ser tocada y besada de este modo, aunque fuera por una sola vez en la vida.

―¿Tu novio? ―repite como si el asunto no tuviera importancia alguna para él, mientras su pulgar se entretiene acariciando suavemente al mío―. Mmmm. Tienes que dejarlo, me temo. Lo primero que debes conocer acerca de mí es que no soporto compartir lo que es mío.

―Yo no soy tuya.

Mis esfuerzos por aferrarme a la negación parecen divertirle.

―Ah, claro que sí. Te acabo de besar. No me habría cogido semejantes libertades contigo de no haber estado plenamente convencido de ello, ¿no te parece?

―A ti se te va la pinza, ¿a que sí?

Su pulgar frota al mío hasta que este termina por devolverle las caricias. Me ha desarmado una vez más.

―Algunas veces. Pero esta noche no es el caso, señorita. Te garantizo que estoy en pleno uso de mis facultades mentales. Y ahora, teniendo en cuenta que ya te he mostrado cómo besamos los hombres ―sonríe y se pasa la lengua por los labios, muy despacio, como si estuviera rememorando nuestro beso―, dime, bella Adeline, ¿qué quieres hacer a continuación?

«¿Volver a besarte así por el resto de mis días?»

―Dijiste que ibas a invitarme a una copa. Hazlo.

No sé de qué parte de mi cerebro ha salido eso. Tenía que haberle gritado un ¡suéltame! y salir corriendo de vuelta a los brazos de Josh. Hay tantas cosas que tenía que haber hecho, y, sin embargo, nunca las hice. Así es el ser humano, supongo. De un modo u otro, siempre acaba rindiéndose ante la tentación.

―Está bien. ―Su cálida boca roza el pulso de mi cuello, y de nuevo puedo notar esa excitación recorriendo mis venas cual devoradoras llamas―. Relájate ―me susurra al oído―. Yo cuidaré de ti. Siempre cuidaré de ti. Vamos.

Cuando me quiero dar cuenta, ya me ha hecho cruzar la acera y ahora está sosteniéndome la puerta de su coche, un Maserati oscuro, masculino, sin duda alguna, veloz. Subo, sin pensármelo demasiado. Es una locura, lo sé. Ni siquiera me ha dicho adónde vamos. ¿Acaso importa? Supongo que no.

Sobrecogida por todo, observo en silencio cómo rodea el coche, se desliza en el asiento del conductor y gira la llave dentro del contacto. El bólido se pone en marcha con un suave ronroneo, sin tardar más de unos pocos segundos en adquirir una velocidad preocupante.

―¿Adónde vamos? ―pregunto de pronto, al advertir que llevamos varios minutos en silencio.

Una pequeña, casi imperceptible sonrisa aparece en los extremos de su boca.

―A cualquier parte.

No hay demasiado tráfico, lo que le permite sortear los demás coches y conducir deprisa. Odio que la gente conduzca tan rápido, pero con él, por alguna razón, me siento a salvo. Tengo la sensación de que, estando con este hombre que acabo de conocer, nada malo podría pasarme. Hay algo en su forma de mirarme que me dice que él jamás me lastimaría. Aunque es posible que sus ojos mientan.

Pasan los minutos sin que ninguno de los dos hable. Nueva York vuela a ambos lados, lejana e indiferente, con sus luces titilantes y sus aceras transitadas por cientos de personas. ¿Qué sabe Nueva York sobre nosotros? Nada. El hombre de ojos azules y yo somos uno de los múltiples misterios que se ocultan entre las sombras de esta enorme ciudad.

―¿Qué haces con ese niño de papá? ―me sorprende su voz.

Me encojo de hombros.

―Ya te lo dije, es mi novio.

―Lo era ―repone con hosquedad.

Nos volvemos a sumir en un profundo silencio. Conforme avanzamos en el tráfico de la noche de domingo, me entretengo examinándolo de reojo. Mis ojos se arrastran por la curva de su mejilla sin afeitar, por las facciones duras, sumidas en penumbra. Intento adivinar su edad. Debe de rodar la treintena. Puede que me saque diez años. Tal vez, unos cuantos más.

―Y tú, misterioso desconocido que todo parece saberlo, ¿por qué estabas en esa fiesta tan aislado de los demás?

Me doy cuenta de que le divierte mi sarcasmo. Las esquinas de su boca se alzan levemente.

―Así que has estado observándome, ¿eh, señorita?

Como no contesto, gira el cuello para lanzarme una mirada insistente, antes de volver a centrar los ojos en la carretera.

―El que me estaba observando eras tú ―contesto por fin.

Sacude la cabeza lentamente, decepcionado por mi respuesta.

―Yo diría que, más bien, nos estábamos observando mutuamente, Adeline. ¿No opinas tú lo mismo?

Mis labios se fruncen en un gesto de indiferencia.

―Quizá. ¿A quién le importa?

―A mí. Vamos, sabes que llevo razón. Incluso una chica mala y rebelde como tú ha de admitirlo.

Giro el cuello hacia él y le lanzo una mirada fulgurante. Estoy harta de la gente que me juzga por mi maquillaje oscuro y la música rock que me acompaña a todas partes, y no por lo que realmente soy.

―¿Chica mala y rebelde? Tú no sabes nada acerca de mí.

―Y, sin embargo, desearía saberlo todo ―repone con aplomo, y esas palabras me dejan tan completa y absolutamente descolocada que mi incipiente cólera empieza a disiparse―. ¿Qué te parece este lugar para tomar esa copa que te he prometido?

Desplazo los ojos hacia la ventanilla y veo que estamos aparcando delante del Bemelmans Bar. Pese a lo famoso que es este sitio, nunca he estado aquí. Lo único que sé es que es un bar clásico donde sirven los mejores martinis del mundo.

―Supongo que me parece bien ―farfullo, empeñada en no abandonar tan pronto mi actitud beligerante.

―Con un suponer me basta.

Me sonríe y, de un modo imperceptible, mi rostro pasa de mostrar una expresión enfurruñada a lucir una sonrisa bobalicona. Se apea del coche, me abre la puerta y me lleva de la mano hasta la entrada del bar.

Me invita a pasar, extendiendo cortésmente la palma, y yo obedezco en silencio. Me descoloca todo esto, a la vez que me preocupa el control que parece ejercer sobre mí.

Una vez cruzada la entrada, apoya una mano en la parte baja de mi espalda y me guía hacia la mesa más alejada de todas. Por supuesto, me estremezco cuando sus dedos rozan mi piel, y creo que él lo nota.

―¿Habías estado aquí alguna vez? ―me susurra al oído, y yo sacudo la cabeza a modo de respuesta―. ¿Qué te parece entonces?

―Es espectacular ―murmuro distraída, contemplando el pequeño interior, tan cálido y acogedor que arrastra los últimos vestigios de mi malhumor. Una no puede estar de malas pulgas aquí dentro, y mucho menos si va acompañada por alguien como él.

―Espectacular… ―repite para sí mismo como si estuviera sopesando la palabra―. No puedo más que coincidir.

Su voz es tan baja que apenas se le escucha a causa de la música y las conversaciones de la gente.

Tomamos asiento cara a cara. Las mesas y las sillas son del mismo tono de marrón que los divanes de cuero. Examino impresionada las lámparas que hay encima de cada mesa. Tienen unos dibujos curiosos, muy originales. Sonrío al ver que la nuestra muestra a un conejo con traje, durmiendo de pie.

―¿Sabías que esos dibujos de ahí los hicieron a mano?

Sigo la dirección de sus ojos y observo los grabados de las paredes. Imitan el estilo de las lámparas, de modo que no me cabe duda de que fueran realizados por el mismo artista.

―No tenía ni idea ―contesto con voz baja.

El ambiente que nos envuelve es íntimo. Aquí estamos los dos, ajenos a todo cuanto nos rodea. La amarillenta luz de la lámpara se derrama sobre nuestros rostros como oro líquido, y su mirada está clavada en la mía. Este modo de contemplarme hace que la excitación burbujee en mi interior como si en cualquier momento fuera a estallar. Bajo el embrujo de esas profundidades azules, mi mente clasifica el bar de lugar elegante, incluso sensual y, hasta cierto punto, enigmático.

En el piano que hay a tres mesas de distancia de la nuestra, está sentada una mujer muy atractiva interpretando Burning Desire. Giro el cuello y durante algunos segundos contemplo distraída aquellos dedos oscuros que se deslizan por la palidez de las teclas.

―Qué adecuado ―comento, volviendo los ojos hacia él.

Me observa en silencio, concentrado, a juzgar por la arruga que cruza su ceño. Quizá esté intentando adivinar si me refiero a la letra de la canción o al piano como mero objeto de decoración. Lo cierto es que yo también intento adivinarlo.

―¿Te gusta esta canción? ―me susurra.

Tengo la sensación de que está contemplándome como si no existiera nada aparte de mí en el universo entero. Nunca he visto tanta intensidad en una mirada, tanta concentración, tanto interés. Toda chica también se merece ser mirada así, aunque sea una sola vez.

―Me encanta ―susurro, un poco intimidada por ese imperturbable azul.

Durante algunos segundos, nos embebemos el uno en el otro. La química de nuestras miradas es impresionante.

―A mí también me suele gustar la música de Lana del Rey. Me parece… decadente. Muy adecuada para algunos momentos especiales ―me ruborizo al entender de qué momentos está hablando, y él sonríe con picardía, divertido por mi recato―. Mmmm. Interesante. Me va a encantar hacerlo.

Lo miro sin entender.

―¿El qué?

Sacude la cabeza despacio como si no tuviera importancia alguna.

―Nada. Dime, Adeline, ¿vas a tomar otro Manhattan?

Frunzo el ceño. Nada más llegar a esa fiesta me tomé un Manhattan, pero él no estaba ahí. ¿O sí?

―¿Cómo sabes tú eso?

Disimula una sonrisa digna de un niño travieso que acaba de hacer alguna maldad que ahora se muere por compartir.

―Estuve observándote desde que entraste por la puerta.

Me vuelvo a sonrojar, sin poder evitarlo, y empiezo a removerme inquieta en mi asiento.

―¿Y puede saberse por qué? ―murmuro, intentando escapar de su mirada, que todo parece verlo, incluso los recovecos más profundos de mi alma.

Su sonrisa se intensifica, lo cual me hace sentirme cada vez más agitada.

―El asunto es de una terrible simplicidad. Eras la chica más guapa de toda esa absurda fiesta, y yo no podía apartar mis ojos de ti. ―Me estremezco en lo más profundo de mi ser cuando coge mi mano por encima de la mesa, haciendo que mi piel entre en lenta combustión de inmediato―. Parecías un ángel recién caído del Edén.

―Ya. ―Suelto una risita nerviosa―. Un ángel oscuro, quizá. Mírame.

―Curiosamente, es lo que llevo toda la noche haciendo ―susurra, con esa rasposa voz que vibra a través de mi cuerpo.

Su pulgar recorre mis nudillos uno a uno. Trago en seco, sorprendida por el contacto de su cálida y suave piel. ¿Cómo puede estar quemando?

―Seré directo contigo, Adeline ―dice despacio, con muchísimo aplomo, como si estuviera sopesando cada una de sus palabras―. No me gustan las situaciones complejas, así que desvelaré mis cartas desde el principio. Te diré qué es lo que quiero de ti, para que no haya sorpresas después.

―¿Es que quieres algo de mí? ―balbuceo.

Levanto la cabeza para mirarlo a la cara. Sonríe, sin que su dedo deje de acariciarme la mano. Me derrito, pero consigo fingir indiferencia. Se me da muy bien fingir que nada me afecta.

―Evidentemente. De lo contrario, no estaríamos aquí.

―Ya veo.

Sabía que fugarme con él era una malísima idea. Si no me flaquearan tanto las rodillas, me levantaría ahora mismo. Me preocupa lo que vaya a decirme. No, no es eso, en realidad. Lo que me preocupa es que yo vaya a aceptar cualquier cosa que él me proponga.

―¿Te da miedito preguntar qué es lo que quiero de ti? ―La sorna que tiñe su voz basta para que mi cerebro active todas mis autodefensas.

¿Miedito? ―bufo, con ambas cejas arqueadas y las pupilas, de pronto oscurecidas, taladrando las suyas―. Déjame decirte algo, Robert Black. ―Me inclino sobre la mesa, para resultar más intimidante―. Cuando tenía doce años, di un discurso en el Capitolio. Iba sobre la paz mundial, un asunto que siempre me ha preocupado. Ahí delante de todos los pesos pesados de la política americana, expuse todas mis ideas. De memoria ―subrayo entre dientes―. No me tembló la voz siquiera. Te equivocas si piensas que alguien como tú podría intimidarme.

Se muerde el labio por dentro para frenar una sonrisa lenta y de lo más sexy.

―Así que, Adeline, eres una chica dura. Mejor aún. Detestaría tener que pasar por todo ese rollo de damisela que se desmaya ante mi declaración de intenciones.

―Tranquilo. No me he desmayado en mi vida. No voy a empezar ahora. ¿Qué es lo que quieres?

―Está bien. Te lo diré. Quiero que seas mía, con todo lo que eso conlleva.

¡Guau! Es un hombre que no se anda con tonterías. ¿Para qué perder el tiempo?

―Y esperas que yo te diga que sí a eso ―afirmo, aunque él no se inquieta en absoluto ante la sequedad de mi voz.

―Sin duda, lo harás, tarde o temprano, de un modo u otro. No le demos más vueltas al asunto. Mañana quiero verte en mi despacho para que negociemos detenidamente los términos del acuerdo.

Me quedo mirándolo boquiabierta. ¿Se puede ser más jodidamente arrogante?

Retiro la mano de inmediato, lo cual parece sorprenderle. ¿Y qué demonios esperaba? Tiene suerte de que no me haya largado aún.

¿El acuerdo? ¿Eso es lo que supone para ti? ¿Un jodido acuerdo?

Sus ojos brillan impenetrables, aunque juraría haber distinguido una débil chispa de confusión en lo más hondo de sus órbitas.

―¿Es que te disgusta el término?

―¿Realmente me acabas de preguntar si me disgusta el término?

Lo miro totalmente perpleja y él frunce el ceño.

―Entiendo. Vaya. Así que eres de las que leen libros de Nicholas Sparks.

Lo dice como si aquello fuera un poco decepcionante para él.

―No sé quién demonios es Nicholas Sparks.

Mi respuesta le asombra. Lo veo en sus ojos.

―Todo el mundo sabe quién es Nicholas Sparks, Adeline.

―Yo no soy todo el mundo, Black.

Las comisuras de su boca se curvan hacia arriba.

―Llevas razón. No lo eres. Tú eres especial ―se queda meditabundo, como si acabara de caer en la cuenta de algo importante―. ¿Sabes qué? Ignora todo lo que te he dicho. Lo siento. Me he precipitado contigo. Empecemos de cero, ¿vale?

¿Es bipolar? Otra explicación no se me ocurre.

―¿Lo sientes y ya está? ¿No vas a darme más explicaciones al respecto?

Deja escapar un suspiro airado.

―¿Más explicaciones? ¿Para qué? ¿No es obvio? Me he equivocado al pensar que estás preparada para llevar nuestra relación al siguiente nivel. Claramente, no lo estás, así que reculo. Haremos las cosas a tu manera. ¿Quieres un héroe romántico? Pues seré el héroe romántico que necesitas, preciosa. Durante un tiempo.

―¿Y por qué harías tamaño sacrificio? ―escupo, de lo más sarcástica.

―Hay causas que valen la pena. Tú eres una de ellas. Lo que realmente me importa es alcanzar los resultados deseados, de modo que estoy dispuesto a hacer borrón y cuenta nueva.

―¿Borrón y cuenta nueva? ―repito con la voz cargada de escepticismo.

―Ya me has oído. Y, cambiando de tema, ¿cuántos años tienes, Adeline?

«Es bipolar».

―Cumplí los veinte en abril ―rezongo. «¿Bipolar diagnosticado y medicado, o sin diagnosticar?» ―. ¿Y tú?

Los músculos de su mandíbula se endurecen y su cuerpo se vuelve rígido, como si de repente estuviera incómodo. Se remueve el pelo con los dedos y, en unos pocos segundos, su mirada se torna completamente inexpresiva.

―Muchos más.

Fin de la conversación.

―Eso me había quedado obvio desde que te vi.

―Sí, supongo que es obvio ―gruñe malhumorado―. Entonces, ¿un Manhattan?

Tiene el ceño fruncido y me observa pasándose la mano por la oscura barba incipiente que cubre su mentón. Por un momento, contemplo la idea de irme. Al mismo tiempo, contemplo la idea de quedarme. No sé exactamente cómo actuar. Es decir, se merece que me vaya. Por el otro lado, irme significa no volver a verle. Es una decisión difícil, sin duda.

―¿Adeline? ―la suavidad de su voz interrumpe la sarta de pensamientos que se agolpan dentro de mi mente.

Suelto un interminable suspiro de rendición. Supongo que la decisión era obvia desde el principio.

―De acuerdo. Un Manhattan, y me largo.

―Quizá no quieras irte después de tomar una copa conmigo.

¡El colmo de la arrogancia!

―O quizá quiera irme incluso antes de acabarla.

Frunce el ceño de nuevo, como si estuviera sopesando atentamente esa eventualidad.

―Mmmm. No descartemos esa posibilidad. Por si acaso.

Pide mi bebida y un brandy para él. Qué convencional. Prefiero a los chicos que beben cerveza de barril. Directamente del barril, quiero decir.

La camarera no tarda demasiado en servirnos las bebidas, y yo, agradecida, cojo la mía y le doy un buen trago. Necesito calmar el hueco que su propuesta me ha provocado en el estómago.

―Seamos amigos, Adeline ―propone de pronto, dejando su copa encima de la mesa, después de tomar más de la mitad, así, de golpe.

―¿Quieres ser mi amigo?

―No, realmente, no. Es decir, sí. Para empezar.

―Me confundes.

―Lo siento.

―No pareces arrepentido.

―Pues lo estoy. ¿Siempre llevas las uñas pintadas de negro?

―¿Siempre cambias de tema tan bruscamente?

Sus ojos se clavan en los míos como en un interrogatorio, aunque no consiguen intimidarme.

―No has contestado a mi pregunta, Adeline.

―Ni tú a la mía, Black.

―Dios. ―Me lanza una mirada divertida―. Eres dura de pelar, jovencita.

Suelto una carcajada.

―Estoy acostumbrada a los debates.

―¿Y eso por qué?

Bajo la mirada hacia mis dedos, aferrados en torno a la elegante copa.

―No es asunto tuyo. Y mis uñas no están pintadas de negro. Esto es azul marino. Como tus hermosos ojos.

Sonrío cuando me doy cuenta de que se ha ruborizado como un chico tímido.

―Perdona, ¿te ha incomodado mi sinceridad? ―me burlo.

―No, claro que no.

Se aclara la voz discretamente, antes de desviar la mirada. No necesito más indicios para saber que quiere cambiar de tema. Considera adecuado observarme fijamente y hacerme propuestas tan directas y escandalosas, pero ser observado no lo gusta tanto. ¡Mira tú por dónde! Esto está poniéndose interesante.

―Y cuéntame, ¿cómo es la vida de una chica de veinte años hoy en día? ―inquiere al cabo de unos segundos―. ¿Qué haces para divertirte?

―¿Aparte de fingir ser alguien que no soy? ―Me muerdo la lengua nada más soltar esa barbarie―. Dios, lo siento. Eso ha sido inapropiado.

―Oye… ―Extiende el brazo y me levanta la barbilla para mirarme a los ojos. Sin poder evitarlo, pego un brinco por la suavidad con la que sus dedos me tocan―. No te disculpes nunca por decir lo que piensas. No conmigo. Si los demás no son capaces de valorar tu sinceridad, será que son idiotas.

Se me escapa una carcajada cargada de nerviosismo.

―Desde luego. No obstante, debería sentirme ofendida. Acabas de llamar idiotas a mis padres, mis amigos y, prácticamente, a todos los que conozco.

Ríe entre dientes.

―Entiendo a lo que te refieres. Por desgracia, la mayoría de mis conocidos también se incluyen en esa categoría.

Se toma un trago, sin que sus penetrantes ojos se aparten de los míos.

―Increíble. Dos inadaptados socialmente se juntan en un bar ―comento con sorna―. Hollywood podría convertir esto en una peli taquillera.

Se mantiene callado y serio mientras recorre mi rostro con una mirada de lo más concentrada.

―Supongo que llevas razón ―admite, pasado un tiempo―. Lo nuestro podría ser elevado a la categoría de bonita tragedia romántica.

Una expresión de desconcierto ilumina la oscuridad de mis pupilas.

―¿Y por qué iba a ser una tragedia?

Sus ojos me examinan con fascinante interés. Para eludirlos, me distraigo bebiendo un sorbo de mi cóctel.

―Porque lo bueno siempre acaba destruyéndote, Adeline. Nunca juegues con fuego. No me digas que no te han contado eso de pequeña. A toda niña bien se lo debe contar su madre.

Una expresión sardónica curva mi boca.

Nunca juegues con fuego. ¡Guau! ¿Qué es?, ¿alguna especie de advertencia?

Sus ojos brillan diabólica, peligrosamente.

―Un sabio consejo.

―Inquietante consejo, me atrevería de decir. ¿Y qué me dices de ti? ―me esfuerzo por preguntar, para acabar con ese escrutinio que empieza a ponerme nerviosa―. ¿Qué hace un hombre de tu edad… sea cuál sea… para divertirse?

Se toma toda la copa de golpe y coloca el vaso, ruidosamente, encima de la mesa.

―Yo no me divierto, Adeline. Nunca.

Finjo una mueca de disgusto con los labios.

―Así que viejo y, encima, aburrido ―bromeo.

―¡Oye! ¡No te pases, señorita! ―me riñe, simulando sentirse muy ofendido―. Lo de aburrido es un grave insulto.

―¿Y lo de viejo? ―Con una ceja enarcada, le doy un sorbo a mi copa mientras espero su respuesta.

Sus ojos destellan pura diversión, y unas pequeñas arrugas se forman en sus esquinas. Es arrasador.

―Pensaba que había quedado evidente que eso es cierto.

Estallo en carcajadas.

―Lo siento. ―Sin embargo, no consigo dejar de reírme.

―No lo sientas. Me gusta el sonido de tu risa.

Está tan mortalmente serio que dejo de reírme como una idiota y lo evalúo en silencio. Me invade el repentino impulso de preguntar si es cierto lo que dicen sobre él.

Abro la boca, pero cambio de opinión en el último instante, de modo que vuelvo a cerrarla. Si él no lo menciona, no pienso preguntárselo. Alguien sabio dijo una vez que nunca viene mal un poco de misterio.

―¿Llevas mucho tiempo con él? ―sus palabras salen de un modo abrupto, como si se tratara de un impulso que no ha conseguido reprimir.

Sorprendida por la pregunta, alzo de nuevo la mirada hacia la suya.

―¿Con Josh? Oh, desde, bueno… siempre. Nos prometieron al nacer.

Puedo leer en su rostro la magnitud de la perplejidad que se apodera de él. Baja la mirada al suelo y se toma unos momentos para asimilar la noticia.

―¿Prometieron…? ―Levanta los ojos con estudiada lentitud, aún en estado de shock―. A ver si me aclaro. ¿Estás diciéndome que ese necio va a ser tu marido?

Por alguna razón, siento la necesidad de defender a Josh. Si hay alguien que pueda insultarle, ese alguien soy yo. A fin de cuentas, Josh es familia. Puede que familia algo agobiante… algunas veces pesada e insufrible, lo admito, pero no deja de ser mi familia, y para mí eso es muy importante.

―¿Por qué demonios le insultas? Ni siquiera le conoces. Tú no sabes una mierda sobre nosotros, ni sobre nuestro mundo. No eres más que un intruso. La gente como tú tiene la posibilidad de irse. Josh y yo, no. Deberías aprovechar y mantenerte al margen de todo esto.

Me dispongo a levantarme, pero él agarra mi muñeca por encima de la mesa, con bastante brusquedad, y me detiene. Pese a la tenue luz del local, puedo ver cómo sus ojos oscurecen, se vuelven peligrosamente oscuros.

―No necesito conocerle. Posee algo que me pertenece.

Alzo ambas cejas, sin dar crédito.

―¿En serio? ¿El qué?

Si bien hago repetidos intentos por liberar mi mano, no me lo permite.

―A ti.

Me quedo sin palabras. Tengo que hablar, tengo que replicar algo caustico, pronunciarme de un modo u otro, y, sin embargo, no me muevo. ¿Por qué demonios no soy capaz de abrir la boca y decir algo inteligente? Me he quedado tan paralizada que las palabras se niegan a brotar. No hago más que contemplar cómo sus ojos se convierten en oscuros y profundos pozos, tan amenazadores y peligrosos como las aguas de un océano durante una tempestad. Tan imposibles de domar…

Solo por un segundo, diviso algo en su mirada.

«Una chispa de peligro».

Es la primera que siento estando a su lado. La sensación de seguridad se ha esfumado, y esto es lo único que me inspira en este momento: peligro.

La imagen de la chimenea de nuestra casa acude a mi mente. Recuerdo con qué pasión la madera era engullida por aquellas llamas devoradoras, con qué arte la consumían, sin detenerse hasta reducirla a meras cenizas.

Él es como el fuego, ahora lo sé. Es pura pasión, es locura, es peligro, es misterio, es aventura.

Pero, por encima de todo eso, es destrucción.

Ahora ya sé por qué me resulta tan magnético. Como solía hacer con las llamas, podría pasarme interminables horas contemplando sus abrasadores ojos, fascinada e hipnotizada por su persona.

Y eso es malo. Muy malo. Porque si me descuido, acabaré ardiendo en llamas. ¿Acaso no me lo ha advertido él mismo? Nunca juegues con fuego. Alguien inteligente le haría caso.

―Suéltame ―ordeno entre dientes, con voz baja, aunque potente.

Arrepentido, deja caer los párpados y maldice entre dientes.

―Lo siento. Probablemente estarás pensando que soy un capullo, y me disculpo por mi comportamiento. Ha sido… ―carraspea, esforzándose por encontrar la palabra adecuada― inapropiado. Muy inapropiado.

Sus dedos liberan mi muñeca con suavidad y yo retiro la mano de inmediato.

―Lo ha sido. Y sabes sobradamente que todo lo que ha pasado entre nosotros dos esta noche ha sido inapropiado. No estoy acostumbrada a que la gente se tome esta clase de libertades conmigo, por no mencionar lo poco que me ha gustado tu propuesta. ―Me pongo en pie, sin que mi mirada desvele nada de lo que está sucediendo en las profundidades de mi alma―. Y ahora, si me disculpas, voy a retirarme. Buenas noches, Black.

Resopla con fastidio, se levanta y me acerca el bolso.

―Te llevaré a casa.

―Gracias, pero ya soy mayorcita.

Aprieta la mandíbula y los puños, con el cuerpo cada vez más tenso y el ceño aún más fruncido. Tiene las aletas de la nariz dilatadas, a causa de lo fuerte que está respirando. Sé que se siente furioso. Y, francamente, yo también.

―Adeline, lo siento. No era mi intención ofenderte, ni nada parecido. No suelo comportarme así.

Me mira como un niño perdido, pero no me dejo impresionar tan fácilmente.

―Me importa una mierda lo que suelas hacer. Buenas noches ―digo tajantemente.

―Buenas noches, Adeline ―le escucho susurrar a mis espaldas.

Y, por primera vez, me parece vulnerable y, quizá, un poco dolido.

Camino hacia la salida sin volver la mirada atrás. Ya en la calle, me detengo a unos pocos metros de la puerta del local para buscar el paquete de cigarrillos dentro de mi bolso. No me gusta demasiado fumar, solo es un acto de rebeldía, pero en este momento lo necesito para calmar mis nervios.

Retiro un cigarrillo largo y fino, lo enciendo con dedos torpes y empiezo a dar largas caladas. Resulta agradable su sabor a menta. Es como Black, dulce y picante al mismo tiempo.

―No, no hagas eso. Los angelitos como tú deberían mantenerse alejados de todo veneno.

Me giro hacia él con cara de exasperación. Está en un ángulo alejado de la luz de las farolas. Su rostro se mantiene oculto por esa oscuridad a la que parece pertenecer, y su hombro derecho está insolentemente apoyado contra la pared. Me pregunto qué habrá sido de esos modales sureños tan envidiados por los del norte. ¿Los habrá perdido al mudarse a Nueva York?

―Si los desconocidos como tú no hubiesen sido bordes con los angelitos, tal vez estos no necesitaran un jodido cigarrillo.

Se endereza y camina hacia mí. Si piensa que voy a retroceder, lo lleva claro.

―No digas palabrotas, Adeline.

Una risa de incredulidad brota de mi garganta.

―¡No me lo creo! Me agredes, insultas a mi novio y encima me ordenas cosas, por no hablar de cómo me has tratado sin siquiera conocerme. ¿Quién coño te crees que eres? Y entérate de esto, Matusalén: si quiero decir jodido, diré jodido todas las jodidas veces que me dé la jodida GANA. ¡JO-DER!

Se muerde el labio inferior para aguantarse la risa.

―Gran dominio de los tacos, señorita, tengo que admitirlo. Supongo que en la escuela dominical estarán orgullosos de ti.

Doy otra larga calada. Me tiemblan las manos.

―Nunca he ido a la escuela dominical.

Sus ojos brillan con una expresión de lo más socarrona.

―Tu pulsera de la Liga Cristiana indica todo lo contrario.

Me muerdo la mejilla por dentro. ¡Puta pulsera! Y, sí, he dicho puta.

―Es un regalo ―miento.

―¿De tu cristiano prometido? ―inquiere, con una ceja alzada de forma burlona.

―No es asunto tuyo. Y ahora me gustaría fumar mi jodido cigarrillo en paz, si no te importa.

Le doy la espalda y finjo indiferencia, aunque lo cierto es que tengo todas las moléculas de mi cuerpo centradas en él y en sus movimientos. Durante un tiempo irritantemente largo, no se mueve.

―¿Sabes cuál es tu problema, Adeline?

Escucho sus pasos acercándoseme por detrás. Sé que debería irme, pero me siento completamente paralizada por la expectativa de algo que sé que va a suceder como siga avanzando.

―Apuesto mi cuello a que piensas decírmelo.

Se detiene, demasiado lejos como para que su cuerpo roce el mío, y, aun así, tan cerca que noto su aliento removiendo el oscuro pelo de mi nuca. Vuelvo a sentir escalofríos. Trato de reprimir el impulso de girarme y suplicarle que me bese otra vez. De un modo irónico, lo peligroso resulta demasiado magnético. ¿Cómo se supone que debo mantenerme alejada del fuego, si sus llamas me cautivan de este modo?

―Sí, señorita Adeline, de apellido desconocido. Voy a decírtelo. ―Me agarra por los hombros y me vuelve de cara a él―. Tu problema es que deberías ser besada más menudo por hombres como yo.

―Qu…

No me permite acabar la frase. Me coge por la nuca, su boca busca a la mía y separa mis labios suavemente.

Sin embargo, no me besa. Tan solo me absorbe, me respira; me siente.

Coloco las palmas sobre la rigidez de su pecho, pero no encuentro las fuerzas de empujarle hacia atrás cuando noto el latido de su corazón. El calor que desprende su piel empieza a descongelarme, a derretir mi corazón de un modo demasiado peligroso. ¿Cómo consigue desarmarme tan fácilmente?

Aprovechando mi momento de debilidad, sus brazos me rodean la cintura y me acercan delicadamente al cuerpo que arde en llamas por debajo de su camisa, hasta que dejo caer las manos y ya no hay más barreras interponiéndose entre nosotros dos.

Y entonces, por fin, me besa. Su lengua se abre camino entre mis labios y penetra mi boca, una y otra vez, acariciando, saboreando lentamente.

Para mi sorpresa, su beso no es agresivo. Vista la demostración de violencia del bar, esperaba que fuera implacable y exigente, que intentara someterme de algún modo. Pero no lo hace. Es un acto lento, pasional, lleno de promesas; algo tan demoledor que despierta en mí un desconocido placer que no tarda nada en propagarse a través de cada fibra de mi cuerpo.

No sé el tiempo que dura el beso. De lo que sí soy consciente es de lo profundo que se vuelve conforme pasan los segundos. Nuestras bocas no parecen capaces de despegarse. Sus manos descienden despacio por mis costados, esparciendo una línea de atrayentes llamas, que se expanden por todo mi ser con más y más rapidez, hasta que terminan envolviéndome por completo.

Excitación.

El fuego también es excitación. Es lujuria, uno de los peores pecados capitales; el que desencadena todos los demás.

Cuando me suelta, apenas consigo mantener el equilibrio. Mi cabeza da vueltas, todo lo que me rodea da vueltas. Besarle es como montar en un carrusel que seduce y asusta a partes iguales.

―Ahora que hemos solucionado el problema de tu malhumor, acompáñame.

Sé que me adentraría hasta los confines del Infierno si él me lo pidiera.

―No pienso ir contigo a ninguna parte.

―Pero lo harás, Adeline.

―¿Porque me lo exiges? ―pregunto sarcástica.

Su rostro exhibe una expresión tierna. Muy suave. Mueve la cabeza despacio, y en sus ojos hay más vulnerabilidad de la que jamás creí posible en alguien como él.

―No. Porque te lo estoy pidiendo. Amablemente.

Quiero negarme, pero, una vez más, soy incapaz. No es solo que sea el hombre más atractivo que conozco. No. Es más que eso. Mucho más. Él supone la promesa de una vida diferente. No sé aún si es mi Mesías o mi Anticristo, no sé si promete libertad o condena. Cielo o Infierno. Lo que sí sé es que es diferente a todo cuanto conozco, para lo bueno y para lo malo.

―¿Adónde vas a llevarme esta vez?

Una parte rebelde de mí quiere que él diga a mi casa. Me horroriza esa parte de mí, e intento reprimirla siempre que me es posible.

―A un sitio especial ―susurra.

Se inclina sobre mí y apoya tiernamente los labios contra mi mejilla. Trascurren unos cuantos segundos hasta que se aparta y recupera la compostura.

―¿Me harías el honor de acompañarme? ―vuelve a susurrar, cogiendo mi rostro entre las manos para evaluar mi mirada―. ¿Por favor? Prometo comportarme como un caballero esta vez.

―Claro ―musito. No sé qué otra cosa podría decir cuando sus ojos me reclaman de este modo.

Complacido por mi respuesta, me coge de la mano y se asegura de deshacerse de mi cigarrillo de camino al coche. Apenas puedo reprimir la sonrisa. Es muy tierno su intento por mantenerme alejada de los venenos.

Ojalá fuera consciente de que el único veneno del que debo mantenerme apartada es él mismo.

Consigue tu ejemplar aquí: